Esperar en vez de esperanza. Me seduce el verbo porque es urgente, telúrico. El sustantivo, confiscado por escribidores y charladores, languidece en las estanterías, se diluye en las plataformas y circula con paisajes recargados y melodías dulzonas en power points no solicitados.

Esperar es un oficio complicado. Nunca se aprende bien. Va cambiando de forma según nos acontece la vida y tiene ese atractivo propio de lo imaginario: nos elude pero nos encanta. Como esos canes que corren desaforadamente detrás de un conejo de utilería, seguimos esperando. Y como ellos, nunca reparamos en que son otros los que ganan con nuestro desespero.

Esperar la mañana y darse cuenta que ahí mismo no más uno empieza a esperar la noche. Esperar que pase una hora, y otra, y otra, a ver si en una de ésas llega un alivio, una lucecita o al menos un sueño profundo que se haga cargo por un rato de la agitada conciencia de la mente, de la delicada condición del esqueleto.

Hay veces que esperar es una forma de reposo, una estación de transferencia entre una pena y otra. Un andén provisional donde por un ratito la vida toma con nosotros café. Un alto al fuego, a salvo por un rato de las balas de la razón y la realidad. Una tregua…

Otras veces esperar es un combate fiero. Una carga a bayoneta. Un abordaje irracional al puente de las naves imperiales, un todo o nada que liquide para siempre la insurrección o consiga una victoria al menos parcial para la inmensa minoría.

Se dice que esperar no avergüenza. No a quien espera, claro. Pero sí a los que lo tienen que soportar. Impera un orden que glorifica la fuerza de la juventud, la salud rebosante, el optimismo embriagante del tiempo, la presencia competitiva en los espacios de la red, la complaciente conformidad con los discursos dominantes. En una cultura así, un sujeto que espera lo inesperable, que cree que las cosas pueden ser de otro modo, que desarmoniza con sus artilugios laterales es una vergüenza en los ágapes oficiales, por lo que después de escucharle es preciso invitarle a servirse algo en la cocina. Así le pasó hace una caterva de años a una señora Parra que fue a cantar en un club de notables. Después que se murió todo el mundo, incluyendo los notables, escucha y adora sus canciones.

¿No les parece una vergüenza…?

(Publicado en febrero de 2013)

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