Hace cincuenta años yo era un niño.
Tenía vida, tenía sueños, tenía ganas. Los deseos se movían en sintonía con el cuerpo y el alma desconocía la siniestra semántica del miedo. Era un poco tontorrón y tímido pero no me daba cuenta – como ahora. El aire era perfecto, el cielo era añil y el agua clara. No me había formulado la pregunta del origen, no tenía sentido preguntarme el propósito y la cuestión del destino no existía. Todo era presente indicativo del verbo ser.
Hace cincuenta años desconocía la utilidad y la urgencia del dinero. Todo lo que anhelaba se encontraba en las cosas inmediatas, en las personas que quería – pocas eran -, en el paisaje y en la biblioteca del tío Carlos. Mi única deuda era con las lágrimas porque no les había pagado aún el peaje obligatorio de la pena y la bronca.
Hace cincuenta años no tenía las cicatrices, las escaras y el cansancio del amor. Creía que casarse era abrazarse. Me enamoré por primera vez de Jean, una mujer delgada y fatal de una revista de historietas románticas y más tarde de mi profesora de la escuela dominical, una muchacha delgada, pálida, de ojos azules y mirada triste. Los verdaderos episodios que conocí después no fueron otra cosa que notas al pie de Crímenes Perfectos de Calamaro:
La moneda cayó por el lado de la soledad y el dolor
Todo lo que termina, termina mal, poco a poco
Así que hace unos años le espeté estas líneas:
Me voy me voy. Que a mi tren nocturno no se suba el amor. Quédese en el andén con su abultado equipaje de abalorios y querellas.
Hace cincuenta años aprendí el lenguaje vespertino del viento entre los álamos de la hacienda de Retiro, las elevadas razones de la montaña, el mareo de la playa a la orilla del mar y el diálogo reposado y repetido de los lagos del sur. Adoré los helechos mojados después de la lluvia devenidos verdes escalinatas diamantinas a la hora de la mañana. Lloré de asombro en la misteriosa Poza de la Gruta donde vi por primera vez nieve líquida desbaratarse y venirse abajo entre las rocas de la cordillera.
Hace cincuenta años hubiera sido imposible imaginar el horror de la decepción, el derrumbe de las instituciones, la mueca tragicómica de los señores en púlpitos y estrados y la así llamada insoportable levedad del ser.

Deja un comentario