En un viejo libro, de esos con lomo de cuero, de hojas amarillentas y ajadas por los años y que heredé del tío Carlos, mi hija mayor encontró el boleto que aparece en esta imagen que me envió por correo.

Debo haberlo dejado allí alguna vez que viajé en Pullman Bus a alguna ciudad de la costa central de mi país. Solía usar esos boletos para marcar la página donde dejaba la lectura, porque en una época sin smart phones, leer era mi dedicación exclusiva. Aunque, la verdad sea dicha, hoy mi estilo de viaje sigue siendo el mismo; el teléfono no logra capturar mi interés de la manera en que lo hacen los libros y los periódicos.

La fecha del viaje es el 22 de febrero de 1978. Eso es 37 años y algunos meses atrás. No podría decir cuál haya el motivo de ese viaje. Sólo sé que tenía 25 años y ese solo dato ya me desordena el presente y me veo empujado por la mente a ese misterioso viaje hacia los recuerdos.

Aunque no son los recuerdos en sí los que me obsesionan. Son otras cuestiones, para mí profundas e inquietantes, las que emergen a la vista de ese viejo boleto de bus. De lo poco que entiendo de la vida me viene la idea de que los – así llamados – adelantos científicos, tecnológicos y sociales, a pesar de lo mucho que revolucionan, no cambian lo fundamental de las cosas y de las personas. Por supuesto, esto no es un misterio para nadie que reflexione un poco más allá de lo obvio. Los “adelantos” son más que nada externos o formales. Lo esencial, como dice el zorro de El Principito, sigue invisible a los ojos.

Sin embargo, este nuevo presente con su revolución tecnológica, con sus estallidos sociales, con sus estilos de vida alternativos ha marcado de un modo único a esta generación. Reducida la palabra más común a 140 caracteres, el tiempo comprimido a nanosegundos, los espacios y realidades virtuales convertidos en híper realidad, se empieza uno a preguntar dónde queda el ser, a dónde se escapa la vida, qué ocurrió con las horas que le daban relieve y consistencia al ejercicio de la vida.

El examen puede ser devastador para el alma sensible. Porque lo entendamos o no, las cosas ya no son lo que parecen.

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