Mientras controlaba la señal exterior de una estación de radio en la que trabajo, escuché a alguien referirse con profusión de palabras al caso bíblico de Job. Con los años me he vuelto más crítico de la ligereza con la que la gente reflexiona sobre el sufrimiento de otros. En una obra excepcional de Jean Grenier, Las islas, el autor cuenta un episodio de su amistad con un viejo carnicero que lucha con una enfermedad terminal: ‘Cuando le leí un pasaje de alguien que escribía en términos patéticos acerca de la vida y de la muerte, dijo: Ese es uno que debe tener un buen trozo de carne todas las noches.’ Obsérvese que el juicio no es sobre lo que el escritor cenaba a diario sino sobre esa afición a analizar el dolor humano a cómoda distancia de los hechos.

Enfrentados a la cuestión del sufrimiento de los otros, los tópicos a los que se recurre no hacen más que demostrar la atroz indolencia con que se mira: debe haber algo que la o las personas que sufren han hecho mal y por eso están recibiendo las consecuencias – o el castigo – de sus acciones; o es que están siendo sometidos a prueba por alguna instancia superior a fin de que aprendan a tener paciencia, a dar gracias o a aprender lecciones para la vida; o bien, ese sufrimiento es una oportunidad para que nosotros, los observadores, aprendamos a vivir correctamente, no sea que nos pase lo mismo. Es lo que hicieron los ‘amigos’ de aquel infortunado personaje de la antigüedad.

Ninguno de ellos salió a buscar a un médico – ojalá el mejor – que pudiera aliviar un poco al menos su terrible dolencia. Ninguno se ofreció a ayudar con los asuntos de su casa hasta que recuperara la salud. A ninguno se le ocurrió alguna forma de allegar voluntades y recursos para apoyar a su amigo en el tiempo de miseria que se le había venido encima. Nada de eso. Se sentaron alrededor de él a elucubrar acerca de la naturaleza del problema, como si el dolor de su amigo fuera una oportunidad para hacer teología.

Se suele alabar la paciencia de Job. Y, sí… Si hubiera sido otro, los habría echado sin contemplaciones de su casa ese mismo día. Por desubicados.

 

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