Hace muchos años fui invitado por un grupo de jóvenes a dar una conferencia acerca de si era legítimo (léase bíblico) el uso del llamado rock cristiano en la iglesia. Por cierto la audiencia, especialmente sus líderes, esperaban una exploración escritural que le diera fundamento al rechazo o a la aceptación de dicha categoría musical. Como es mi costumbre, hice algo bastante diferente.

Primero aventuré algunas ideas sobre esa inveterada costumbre de los evangélicos a buscar versículos sueltos que respalden sus ideas previas, con un desconocimiento fenomenal de la diferencia que hay entre un verso que da apoyo bíblico a una idea y una visión completa de la Biblia que dé un fundamento amplio a la misma.

En seguida dispuse otra cantidad de minutos a explicarles que no existe tal cosa como esto o aquello cristiano. Les hice ver que estamos literalmente rodeados de sustantivos tales como música, arte, educación, psicología, deporte, turismo (?) a los cuales se les ha agregado, con una ingenuidad sociológica abismante, el adjetivo cristiano. Esas cosas se llaman como se llaman y la única diferencia que habría entre dos expresiones – por ejemplo – musicales, es la fe de sus ejecutantes, en Cristo o en otra cosa; lo que interpretan es música. Ya está. Punto.

Finalmente, me explayé sobre ese sentimiento que me embarga ya por largos años acerca de una triste realidad. Desde hace siglos la iglesia cristiana ha dejado de ser – como fue – una cultura conductora, una agencia creadora, un factor que incorpora tendencias originales. En la música, en la educación, en el arte, en la política, en la gestión social, a diferencia de siglos anteriores, los creadores y los líderes que abren el camino están fuera – y lejos – de la institución cristiana. Ellos le dan forma al mundo. Colocan en él sus producciones intelectuales, artísticas, económicas y sociales.

Entonces los creyentes, algún tiempo después – pueden ser meses, años o décadas – sacan la versión cristiana, que no es otra cosa que un “bautismo” religioso de aquello que es secular y la convierten entonces en un producto grato al paladar de los fieles. Hay que admitir que la cosa ya cristianizada genera entre otros beneficios, fama y ventas. También produce felicidad en la grey: se siente actualizada.

Queda para la reflexión de la amable audiencia que se detiene por estos rumbos pensar en el fundamento bíblico, si lo hay, de estas interesantes maniobras culturales.

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