“… la recompensa por el esfuerzo, la valentía, la tenacidad, la resistencia no eran ni la felicidad, ni la gloria. Lo que Dios ofrecía en recompensa, era el descanso.
Hay que envejecer para apreciar la paz.
(Ingrid Betancourt, No hay silencio que no termine)

Hay que envejecer para apreciar la paz. Qué declaración: completa, perfecta, concluyente. Especialmente porque la dice una mujer que estuvo cautiva de las FARC de Colombia por seis años y la formula a la luz de la memoria mucho después de haber sido liberada.
Se aprecia mucho más la paz después de las grandes batallas del saber, después del fin de los compromisos y de la esperanza rota, y también a causa de la creciente decepción con la propia raza.
Precioso encuentro al final de las palabras repetidas, de los discursos gastados, de los diálogos predecibles. Capitulación sin retorno ante la avalancha del ruido, las exigencias de las actividades y requerimientos humanos. Rendición del alboroto que se ahoga por fin en el silencio, esa dejadez del abandono donde se encuentra uno con el límite del ser y ya no hay nada más que hacer ni nada más que decir.
Con la fuerza de juventud y con los primeros años de la vida adulta siempre viene aparejada una obsesión por hacer cosas, conquistar territorios, abrir nuevos espacios.
Poco a poquito los años empiezan a pasar la factura. Se hace más evidente la presencia del cuerpo que toma conciencia del gasto, del derroche de la energía. Sobre todo, se descubre que las profundas pasiones, las intensas inclinaciones eran hermosas, pero pocas veces construyeron la paz y cuando terminaron, como la canción, terminaron mal.
El apuro y la urgencia fueron dando paso al sobrio reconocimiento de que casi nunca las cosas que demandan urgentemente nuestra atención eran importantes: sólo son urgentes y se aprende a notar la diferencia, y eso nos abre paso hacia el sosiego, costoso, pero imprescindible sosiego.
Sí, hay que envejecer para apreciar la paz…

(Este artículo ha sido escrito especialmente para la radio cristiana CVCLAVOZ)

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