Vuelvo a pasar frente a la escuela donde hice la primaria en los primeros años de la década de 1960. Todavía existe el portón lateral por donde entraban los vehículos; el mismo muro de ladrillos donde jugábamos “un paquito chiquitito, sea grande, sea chico” y los últimos vestigios de una vieja acacia que vio pasar una parte de nuestras vidas. Recordé que justo en ese portón le entregué al chico Alfaro la inmortal carta de amor a la Hilda cuyo efecto y destino nunca jamás me fue revelado.
Sigo mi camino hasta el Metro y me atormenta de nuevo la antigua nostalgia. La pesadumbre del tiempo, su latigazo feroz. Esa saña con que los días van penetrando los intersticios del esqueleto y van minando su antigua fortaleza. El encono con que el calendario te restriega los años: “¿Naciste en 1993? ¡Chita, entonces yo ya tenía cuarenta años…!” La majadería de hacerte ver que puedo recordar con cristalina nitidez hechos que ocurrieron hace cincuenta y cinco años y que por el contrario me olvido casi siempre de tu nombre – ponzoñoso anticipo de la demencia de los viejos.
Quiero hacerles saber que aprecio mucho que no me digan “Pero tú te ves joven todavía”. Primero, porque no soy joven y segundo porque, como a Benedetti, me parece que ese todavía destruye por completo la magnánima intención del comentario. Mal que me pese, es preferible la realidad que indica el resultado de los análisis anuales que debo hacerme por orden del seguro médico.
Es verdad, no usaré remeras a rayas horizontales con cuello y amplios pantalones de gabardina beige, tan apreciados por los señores de la tercera edad. Pero tampoco quiero teñirme el pelo, tatuarme algún ícono rolinga en el brazo ni usar el pelo como futbolista de los años setenta. Tengo que encontrar algún equilibrio más o menos digno. A mayor abundamiento, tampoco busco una novia que me acompañe durante los “años dorados”. De todo eso ya hubo más que suficiente.
Lo que sí tengo que enfrentar inteligentemente es la angustia del deterioro. La imagen terrible de la dependencia, de la invalidez, de la pérdida del sentido de la realidad. La ominosa imagen del anciano del que alguien debe hacerse cargo; las hijas llamándose por teléfono para ponerse de acuerdo con quién se queda el papá este fin de semana.
Sólo le pido a Dios que en la vejez no me sea indiferente.

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