Quería decir en el artículo anterior que se me arruga el corazón cuando miro al pasado porque me abruma la distancia que hay entre esos días y el presente. Las novelas que mencioné las leí cuando apenas tenía diez años. ¿Pueden imaginar cómo se ven esos diez años desde la cima de los sesenta?

Algo parecido me ocurre con algunos lugares: la forma de los cerros, los mil distintos tonos de verde, el agua lenta o embravecida de los lagos inmensos del sur, los helechos húmedos después de la lluvia tocados por el sol, el viento que agita los álamos a la tarde en el caminito de Santa Inés, la tormenta desatada, la altura vertiginosa de Los Añiques, el desierto como un océano de fuego en las planicies de Baquedano. Tanta geografía, tanta botánica deliciosa a la vista, ¿para qué, entonces? ¿Para quién? Todo eso, ¿para que nada más se vaya con el viento? ¿No hay en todo eso un sentido de lo eterno? ¿O todo no es más que mero decorado para la matemática, las instituciones, la industria y el progreso del peregrino?

Sé que a muchas personas esto les puede parecer lo mismo que las palabras de Ashley Wilkes le parecieron a Scarlett O’Hara. Incluso pueden resentir que no reflejen la sólida convicción de la eternidad, la sublime esperanza del cielo. Entiendo que se sientan así. Pero no es eso a lo que me refiero. Intento comprender cuál es el sentido que hay en esa capacidad de recordar días y lugares, tan bellos y al mismo tiempo tan abrumadamente lejanos. Si el recuerdo no tiene alguna aplicación hoy, si no tiene cabida en el recio pragmatismo de la cristiandad militante, ¿por qué están ahí? Incluso las memorias dolientes invocan la misma pregunta.

O es que el cristianismo militante está incompleto sin una reflexión sobre el valor de la memoria y de la estética o bien estoy siendo victimado por un existencialismo inútil. Si lo primero es correcto, tengo un caso aquí. Si no lo es, alguien tendría que mandarme a hacerme friegas con algún texto de teología o que me someta a un minucioso exorcismo contra la nostalgia.

(El título original en inglés de la película “Lo que le viento se llevó” es “Gone with the wind”, que literalmente es ido con el viento).

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