(Porque no hay que comentar estas palabras en la entrevista del jueves y porque a veces, como es frecuente, me canso de la escritura técnica y de las reflexiones sobre las cuestiones concretas de la vida)

Las canciones del iPod que me llevan por secretos pasajes y jardines que yo no más conozco; melodías que acompañan el tránsito hacia el lado predecible de la vida y de vuelta. Las horas muertas entre las siete de la tarde y la medianoche en el silencio de mi casa: Netflix, libros, el diario del domingo que se deja leer toda la semana, los plátanos, las nueces y la pastillita para hombres mayores de sesenta antes de dormir, ya tú sabes. La pequeña cafetera que compré en Musicalísimo y que suele resolver mis ansiedades vespertinas con el Tostado Nº 1 de Los Cinco Hispanos. Esos pequeños monólogos en voz audible que simulan diálogos inútiles e imprescindibles.
Las estrellas que me ofrecen cada noche una pequeña función privada de giros mínimos, leves pasos de baile en el patiecito trasero de mi casa; me entretiene, qué importa que sea una ilusión óptica. El poquito de locura que me habita desde que tengo uso de razón. Mi pequeña colección de libros que se renueva cada vez que me mudo a otro lugar; compañeros coyunturales, sólo hasta la próxima travesía: Umberto Eco, unas crónicas desconocidas de García Márquez, Truman Capote, una versión de Hamlet, Bauman, Almas Muertas, algo de Kafka y Hemingway. En otro lugar, vuelta a empezar.
El alma de las cosas originales que se desgarra hasta el paroxismo. El strip-tease de políticos, gobernantes, magistrados, policías, ministros del Evangelio y ciudadanos ilustres. La buena palabra, especie en extinción. La moral pública y las cuentas corrientes secretas. La irreversible decepción.
Ausencia doliente de ríos, lagos, montañas, helechos húmedos, lluvia meridional, neblina y bosque nativo. El retorno de la mente a lo que ya fue y a lo que no habrá de ocurrir de nuevo – o jamás. El viaje como colirio para los ojos y agüita tibia para el corazón. Algunas voces antiguas, con su timbre inconfundible, incluso las de quienes ya se fueron hace rato.
La soledad que se dulcifica y se hace misericordiosa; más inteligente, menos melodramática. La esperanza, un poco más escéptica y a pesar de todo constante. Un poco más de paz.

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