Escuchar y leer tanto para saber tan poco y necesitar todo el tiempo que alguien te diga cómo vivir, cómo hacer, cómo no hacer, cómo andar, cómo no andar. Multiplicar horas de charla para entretener siempre las mismas preguntas. Perseguir idénticas palabras, repetir consignas, atender los mismos asuntos. Obsesionarse de tanto en tanto con escatologías de trompetas, copas, templos y guerras en tierras sagradas. Recorrer incansablemente el abecedario para memorizar las mismas cuestiones de hace veinte años.

La paradoja del cuerpo que se torna adverso y se deteriora a la vez que la mente se amplía. Tener la fortuna de la curiosidad para entrar en nuevos territorios y cansarse cada vez más pronto. Tener la humildad para confrontar el paradigma y buscar más profundos significados en tanto que la memoria se va diluyendo.Ganar alguna sabiduría y un poco de modestia cuando va quedando tan poco para vivirlas. Entender cierto misterio de la vida cuando ya uno no tiene ganas de andarlo diciendo por ahí.

Haber invertido tanto tiempo en los caminos del amor para llegar a la sobria conclusión que es eterno mientras dura o que a lo más se prolonga apenas por un corto invierno. Haber construido universos compartidos, soñado sueños comunes, hecho alianzas definitivas para irse una tarde en un camión de mudanza como un fugitivo sin que ninguno de tus amigos venga a darte siquiera una mano. Haber prometido con tanta pasión lealtades y compromisos que a la larga eran imposibles, que el horno no estaba para bollos, que todo cambia todo el tiempo.

Tocar puertas que no se abren, pronunciar endechas que no sacan ni una sola lágrima, hacer sonar una música que no provoca alegría ni bailes alborozados, ensayar metafísicas simplificadas y comprobar que igual son incomprensibles para la inmensa mayoría, citar sin éxito fragmentos misteriosos del canon lateral.

Ironías del reino…

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