“Por los sueños que se hundieron allá”.
Cuando vine por primera vez a Villa María, la ciudad donde vivo ahora, vi este grafitti a un par de cuadras de la casa donde paraba. Eso fue hace diez años y por esas cosas raras del tiempo y de la vida permanece intacto en esa pared. Nadie lo ha borrado y continúa desafiando no se qué. Tal vez esté allí para recordarnos que el destino seguro de la mayoría de los sueños es el naufragio.
Una vez pensé que pudo ser escrito por un ex combatiente de la Guerra de las Malvinas, un sobreviviente de la crueldad política y de la loca esperanza por la soberanía. Es posible que allí haya visto hundirse sus propios sueños, no sólo los de la patria. Enfrentado a la iniquidad de la guerra, quizá sintió para siempre perdido el sueño de la inocencia, un amor correspondido, una carrera, un proyecto de vida compartido.
Alguna otra vez lo remití a mi propia experiencia. Para mí, “allá” vino a ser el lugar donde viví prácticamente toda mi historia de vida y donde todas las cosas que eran inconmovibles y permanentes hasta el fin de los días se fueron derrumbando primero poco a poquito y después con un estrépito feroz. Incluso algunos sueños que llegaron a cristalizarse, andando el tiempo, se hundieron siendo incluso realidad concreta, confirmando la regla de la exasperante liquidez de las cosas.
Me digo de tanto en tanto que los sueños que se frustran son la constatación palmaria de que la vida es fiel a sí misma. Vivimos demasiado lejos de la perfección. Estamos demasiado a este lado de las cosas. Sigue habiendo esa inasible distancia entre lo que nos gustaría que fuera y lo que efectivamente es.
Nos ahorraríamos mucho sufrimiento moral si tuviéramos una mejor disposición a aceptar que es así. Los sueños son, a lo más, una posibilidad, un ensayo de dirección, un estímulo a no morir. Son un modelo que hace posible un logro, aunque eso ocurre más en el plano de las cosas prácticas, como la ciencia o la industria. El corazón nunca aprendió a ser práctico…

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