Hace muchos años el ya extinto Nobel de Literatura Alexander Solzhenitsyn escribió,

No tengo ninguna esperanza en Occidente… La excesiva comodidad y prosperidad han debilitado su voluntad y su razón.

Me viene la imagen cuando en mi país vivimos una dramática recesión. El dinero escaseaba producto de un feroz ajuste económico. La pobreza y la desocupación bordeaban, cada una, el 30%. Caminaba cuarenta cuadras de ida al trabajo y cuarenta cuadras de vuelta porque no alcanzaba para el colectivo. Al almuerzo era un poco de sémola con leche y la cena una taza de té y un pan. No pocas veces anduve con los zapatos agujereados. La mayor parte de los fines de semana de invierno la pasaba metido en la cama para escapar al frío porque no había para el gas de la calefacción. No era flaco por necesidad estética: había muy poco que comer.
Pero ardía de pasión. Tres veces por semana íbamos a predicar a diversos puntos de la ciudad. Teníamos una agrupación de estudiantes universitarios que se ocupaba de pensar el país y ofrecer ideas cristianas a los urgentes problemas. Algunos trabajaban clandestinamente para salvar gente de los servicios de seguridad de la dictadura y sacarlos del país. Ibamos a los campamentos de pobreza a hacer trabajo voluntario y enseñar la Palabra a los que querían saber más de Cristo.
Pasó el tiempo y los días trajeron progresiva prosperidad. Empezó a haber más comida que hambre. Acudía a la tienda cada tanto a comprar ropa y zapatos nuevos. Conseguí buenos trabajos. Me fui poniendo rellenito y más relajado. Me fui acomodando, porque “Tampoco la pavada, ¿me entendés?, hay que preocuparse de uno mismo y del futuro.”
La pasión fue reemplazada por la emoción. El compromiso fue desplazado por la membresía. El ardor de la existencia devino tibia sensación de paz. La redención de todas las cosas, no sólo las que están en cielo sino también las que están en la tierra no fue más una cuestión fundamental. Lo importante era prosperar y tener paz y seguridad, porque “tengo derecho a ser feliz”.
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Me despierto y me doy cuenta que era sueño. Me miro angustiado en el espejo del baño y tiemblo. Ojalá fuera frío o caliente, cualquier cosa, pero no tibio. Alguna vez leí en el Libro acerca de esa condición abominable.
Tiemblo de nuevo…

(Este artículo fue escrito especialmente para la radio cristiana CVCLAVOZ)

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