Cuando termino la entrevista semanal con mi amigo Angel Galeano en su programa “Más vale tarde” me queda siempre una sensación rara. Llevo tantísimo tiempo pensando y hablando con tan pocas personas acerca de la ausencia enorme del pueblo cristiano en la sociedad civil que esa media hora se convierte en una suerte de catarsis. Por definición las catarsis son desmedidas; implican la idea de purga o purificación. En palabras castizas, sacarse la bronca a través de un episodio emocional.
Una extensa parte de mi experiencia cristiana la viví en una cultura que desconfiaba de las emociones. De hecho una de las enseñanzas clave del curriculum de la institución era “Verdad y emoción”. En la hora y media que duraba la conferencia se construía un argumento monumental para probar que la emoción, si bien tiene un lugar para las cuestiones de índole inferior en la vida, no sirve para nada en el conocimiento, el discernimiento y transmisión de la verdad; al contrario, es peligrosa. De nuevo, el ethos griego, el viejo Platón metiendo su cuchara en la educación cristiana.
Por eso debe ser que tengo esa sensación después de hablar en el programa de Angel. Aunque estoy convencido que las cuestiones que abordamos en esa entrevista periódica son de capital importancia y deberían ser ampliadas y reflexionadas con mucho más tiempo, la ansiedad que me agarra, la agitación que experimento al decirlas pueden, a los ojos de los puristas, hacer que pierdan legitimidad. Cuando estudiaba en Europa en una universidad cristiana, una de las responsables del curso descalificó mis argumentos diciendo: “Cuando a Benjamin se le pase esa crisis existencial, entonces voy a escucharlo”. Me angustiaba el desprecio que demostraban allí hacia la expresión de las emociones. Para ellos, eso no era parte del descubrimiento y discusión de la verdad.
No pretendo resolver la cuestión en este breve espacio. Pero permítanme decir que, como en tantas cosas en este mundo, la racionalidad es dueña de la academia, de la política exitosa, de la empresa próspera, de la doctrina religiosa. El mundo es de ellos. Los artistas, los poetas, los profetas que lloran a ojos del pueblo por sus maldades y sus imperdonables ausencias, ellos son marginales, personajes pintorescos pero a la larga inútiles, inefectivos a la hora de la ejecución matemática de los designios y políticas del sistema que controla la realidad.

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