Hace unos días escribí en esta columna el artículo “Hablo de política”. Era una modesta respuesta a una interrogante planteada por Angel Galeano respecto de la mentalidad los cristianos no nos metemos en política, postura que se impone a los medios de comunicación del mundo evangélico.
El título fue intencional. Era un intento de provocación a la actitud indolente de nuestro pueblo respecto de la gestión del gobierno y la legislatura. Como lo supuse, ha sido uno de los artículos con menos convocatoria. Hasta hoy que escribo estas líneas apenas ha superado la barrera de las sesenta lecturas cuando otros en menos de dos o tres días superan las noventa. Sé que esos números en la práctica son distintos pero muestran una tendencia.
La tendencia es la que he venido mostrando a través de decenas de artículos en este espacio. La mayoría de los evangélicos tienen un interés y una responsabilidad cero respecto de lo que sucede en la política, la economía y la cultura de sus países – aunque no ahorran comentarios sobre el pecado y la maldad del cuerpo social, atribuyéndolo por supuesto a la única causa que saben colegir: que la gente no ha entregado su corazón a Cristo.
Como digo siempre, con todo lo espiritual que suena esta explicación, termina siendo insuficiente y pusilánime. Insuficiente porque desconoce el bien que hay en la sociedad a pesar de los cristianos; pusilánime porque han abandonado la conciencia social que otros creyentes han mostrado con valor a través de la historia cuando la sociedad estuvo en grave peligro de destrucción; no se parapetaron en el “mensaje evangelístico” sino que salieron a la legislatura, a los tribunales, a la calle y a donde fuera necesario para denunciar lo malo y a trabajar codo a codo con la gente de buena voluntad para mejorar los días.
Fueron más dignos herederos de la tradición de los profetas bíblicos que con independencia del poder eclesiástico y del poder político asumieron la peligrosa responsabilidad de hablar en nombre de Dios a favor de los pobres y los oprimidos y en contra del latrocinio, la corrupción, el crimen y la violencia institucional.
Peligrosa porque a muchos les costó la vida, siempre a manos de los dirigentes que vieron amenazadas sus parcelas de poder y riqueza. A los monumentos levantados más tarde en honor de ellos, Jesús los exhibió como testigos contra los mismos que los asesinaron.

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