Tengo que pasar por el Mercado Central y ensayo – inconformista insufrible – un gris acercamiento sociológico a la experiencia. Es inevitable: la vida está ahí mismo con su patente humanidad.
Toda suerte de olores, desde los que evocan infancias lejanas hasta los más ofensivos salen al encuentro del transeúnte. Ya a esa hora unas chicas se ofrecen tratando de disimular el tedio y el asco de esa atmósfera marginal. Por supuesto que los turistas sólo advierten el lado folklórico de los restaurantes y de las frutas, verduras y pescados; se sacan fotos para registrar su pintoresco paseo. En tanto en las trastiendas se negocian cuerpos, se transan películas, música y videojuegos piratas; se urden trampas comerciales, se venden artículos robados a los incautos, se soborna a inspectores municipales y policías. Se degrada el cuerpo, el lenguaje, la infancia.
Aquí la picardía no es esa simpática viñeta urbana que suelen dibujar escritores y periodistas; es una empresa agresiva, feroz, opresiva. Destruye la confianza, los principios y el respeto. En ese amasijo de gente, lo mejor y lo peor de la naturaleza humana se despliega bajo la contaminada claridad del día.
He aquí el mundo que clama por luz, amor, auténtica redención. Cansado de políticos, jueces, líderes religiosos y otras figuras públicas, se vuelca al universo de la farándula y de la picaresca con toda su dudosa ética. Movido a voluntad por los hilos de los medios de comunicación, la gente se traga ruedas de carreta en lenguaje popular y todo se hunde en un pantano conceptual sin fondo.
Admito con vergüenza que me cuesta acercarme a estos universos. No sé a veces qué se puede hacer en medio de todos estos olores y gritos, donde todas las categorías normales de las relaciones humanas significativas desaparecen para dejar paso al mal, al miedo y al dolor de los victimados. Cómo ser testigo ahí y no desde la cómoda tibieza de los templos, donde la preocupación del día es cómo perfumar el alma y cómo reunir setenta mil dólares para comprar el equipo de sonido a fin de “adorar a Dios” más adecuadamente.
Me alejo del lugar y no puedo dejar de pensar en la creciente inutilidad del quehacer evangelístico convencional, en la arrogancia del discurso religioso, en lo irrelevante de sus intereses y lo tremendamente centrada en sí misma que es la vida institucional de tanto creyente.
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