La lentitud de la gente agrupada. Acomodada en el mínimo común denominador. Refugiada en los lugares comunes, en las frases hechas, en las convenciones facilitadoras. Recostada en la tibieza de los reaseguros eternos. Confiada en la lista salvadoras a la hora del apocalipsis. Confortada por la solidez del sistema. Funcional a la aceitada fluidez de la maquinaria. Indiferente al sonido brutal de los acontecimientos reales. Premunida de relatos totalizantes. Armada de respuestas tranquilizadoras. Apertrechada de juicios y dicotomías. Parametrada por la prensa dominante. Nivelada por los estándares de la opinión pública y las noticias de las nueve. Entretenida en el show business a su medida.
La reconfortante estabilidad del rebaño. La presencia de los agentes del orden que tranquiliza a la población. El funcionamiento de las instituciones. El indispensable culto a los dirigentes. La cultura dominante en horario prime. El normal abastecimiento de los artículos de primera necesidad. La escalada orgullosa en los rankings internacionales y las instituciones que funcionan. El orden y la paz a costa de vidas y de gritos silenciados. Simulacros de justicia y libertad para los observadores extranjeros. La necesaria doctrina de la seguridad nacional. Los intereses superiores de la patria.
¿Cómo golpear esa morosidad? ¿De qué modo conjurar ese sopor fatal? Parece que no hay manera. Ni gritos ni susurros. Ni el tono coloquial ni el grito desaforado. Ni la directa mención de los hechos ni la ironía sutil en cuatrocientas palabras. ¿Cómo desarticular esa incapacidad para comprender lo otro? No hay siquiera un esfuerzo, ni un poquito de angustia al menos frente a aquello que desafía el entendimiento. Porque aún frente a una nueva luz, ante una posible revelación no hay siquiera un estremecimiento, un vértigo.
Por ahora, no queda mucho más que estas mínimas letras mercenarias. Qué tristes los gritos en el desierto. Qué patética la esperanza…
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