“Emigrar es siempre desmantelar el centro del mundo, y mudarnos a uno de sus fragmentos, a uno solo y desorientado”.
John Berger
La emigración es un fenómeno mundial. Más de 232 millones de personas en el mundo no viven en sus países de origen, motivados por disímiles razones, desde las puramente económicas hasta la persecución política.
Los procesos migratorios son siempre complejos aunque sus niveles de complejidad cubren un amplio espectro que va desde las reunificaciones familiares y las loterías de visas, hasta la emigración ilegal. Y es en ese cruce de fronteras y mares donde miles encuentran circunstancias extremadamente arriesgadas y hasta la muerte. Un ejemplo de ello es el Corredor de México donde los peligros agrupan el secuestro, la extorsión, la posibilidad de ser arrojados de un tren en marcha, fallecer de hambre en el desierto, la violación y la muerte. Solamente en los límites con Estados Unidos mueren cada año entre 300 y 500 personas.
El Estrecho de la Florida es otra terrible tumba donde, en los últimos 50 años, han muerto ha más de 77 000 balseros, viajeros temerarios y desesperados que se han lanzado al mar en embarcaciones rústicas, gomas de tractores y barcazas improvisadas que han sucumbido a las tormentas y los tiburones.
Pero para los que sobreviven y llegan a su destino, las cosas no son tampoco tan fáciles. Los emigrantes deben superar innumerables retos. Por una parte, a nivel intelectual es muchas veces necesario aprender un nuevo idioma, las características de un sistema económico diferente y hasta una nueva profesión. Físicamente se establecen diferentes patrones de sueño, alimentación, ejercicio o sedentarismo, actividades corporales nunca antes experimentadas. Psicosocialmente se enfrentan nuevas acciones y decisiones, nuevas relaciones e interacciones, se incorporan otras tradiciones y costumbres y muchas veces el desconocimiento y la distancia idiosincrática crean una sensación de desarraigo, de no pertenencia y a veces hasta de vacío. Es entonces cuando lo que nunca se apreció por natural y cotidiano, ahora se necesita y el encuentro con un paisano te recuerda la infancia, la música que antes no te gustaba, pero que ahora añoras, la jerga y el acento, eso que solo los tuyos saben. Uno de los mayores sufrimientos de los emigrantes es la separación familiar. Dejar padres, pareja, hijos atrás con la esperanza de un día reunirlos, “traerlos”, se convierte en una de las mayores torturas. Nunca se sabe cuándo se realizará el reencuentro. Benditos son los que lo logran pero, para muchos, el adiós en la patria es a veces el último.
Pero emigrar también es un reto espiritual, es una condición que a unos acerca y a otros aleja de Dios. La Biblia recoge la historia de muchos emigrantes. Dios manda a Abraham a salir de su tierra y su parentela. José emigra a la fuerza, vendido como esclavo por sus hermanos. Jacob y sus hijos emigran debido a la hambruna. Los israelitas salen de Egipto en busca de su libertad. Los discípulos son esparcidos después de la crucifixión de Jesús. Dios evidentemente tenía propósitos con aquellos emigrantes y los tiene todavía. Pero emigrar no es la solución para todos. La solución es estar en sintonía con Su voluntad. Dios puede quererte en tu país o en cualquier otro. Dondequiera que estemos somos embajadores de Su reino. Así que, sea en tu tierra o fuera de ella, haz que brille tu luz. Finalmente todos somos peregrinos y extranjeros en este mundo.
Este artículo fue producido para Radio Cristiana CVCLAVOZ.
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Los que emigraron alguna vez lo entenderán mejor, gracias por el devocional