(Al músico principal – Sobre “El valle de los leones”)

Entre los intersticios del dolor se halló un pequeño sendero hacia la luz. Una luz pequeña que vino a aliviar la oscuridad de milenios. La pesada penumbra que se cernía por los siglos de los siglos retrocedió despavorida y de todas partes salieron voces, interjecciones, gritos, lamentos escondidos, lágrimas guardadas hasta aquel instante en que la redoma de la palabra se abrió para recibirlas sin preguntas, cuestionamientos o juicios.

Todas las voces, todas las canciones, todos los poemas, todas las declaraciones aparecieron como amapolas entre el trigo y fueron evidentes para el observador perceptivo. Fueron recogidas con mano atenta, con delicadeza suma. Fueron traídas al altar de las respuestas. Cada una de ellas encontró un consuelo, una explicación, un alivio, una esperanza.

Fue un alboroto mágico, un desbande alegre y colorido, una manifestación con alas. Una explosión de sentimientos que sólo ellas podían explicar porque hay cosas que les pertenecen y nadie más puede descifrar hasta que son pronunciadas en el lenguaje que les es propio, su idioma singular.

Un caminante vino desde lejos. Traía antiguas canciones en su morral y las ofreció. Por el precio de una les dejo dos, decía, pero era en broma. Se las regaló no más. Porque a lo mejor querían aprenderlas y luego podrían cantarlas en su propio país, en su territorio original. Eso tienen las canciones y los poemas: abren puertas inimaginables según el talante de quien pronuncia sus notas y sus versos. Se remontan mucho más allá del pobre poeta que las inventó.

Eran las hilanderas de la luna. Eran las balsameras que sonaban sus copas antes del asalto de David al lugar fuerte. Eran las espigadoras en el campo de Booz. Eran las diligentes voluntarias que recogían los cuerpos de los heridos y los curaban en las tiendas de la retaguardia. Eran las sobrevivientes de Lamec. Eran las mártires de la violencia del levita de Jueces. Eran las heroínas que abatieron a Sísara y las otras, que vieron a Jesús resucitado antes que cualquier hombre en la tierra.

A la hora del adiós se acallaron todas las voces, todos los sonidos. En el largo camino de regreso hubo tiempo para los pensamientos, para el silencio del después, para la recopilación de memorias, para retomar más tarde el duro oficio de la realidad.

Sólo que esta vez un ramillete de amapolas iluminaría la cruda luz del día siguiente y bajito – bien bajito – la canción.

La canción.

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