Pongo a hervir dos simpáticas tazas de agua. Mientras tanto, corto unos pequeños cuadraditos de zanahoria y cebolla. Luego unas finas líneas de pimiento rojo y dispongo dos rotundos ajos pisados con el canto del cuchillo de cocina. En una sartén dejo caer elegantemente un poco de aceite y espero hasta que se adelgace con el calor. Pongo todo a freír rápidamente con una taza de arroz blanco. Después de un minuto, agrego las dos tazas de agua hervida y dejo la pequeña olla a fuego lento. Un toque minúsculo de orégano y un suspiro de aliño completo. Una discreta cucharada de sal fina. Por qué no, dos o tres lágrimas de salsa de soya. En veinte minutos está listo el arroz graneado al que vamos a querer acompañar con una luminosa ensalada verde y un jugoso y delgado bistec.
Agregarle al trámite de la comida el arte de la cocina hecha con cariño. Otorgarle al apetito un toque de imaginación. Celebrar las ganas de comer invitando a los sentidos a probar el descubrimiento de algo nuevo. Porque la vida es más que la comida hay que rendirle el honor culinario que le corresponde.
Cocinar. Terapia doméstica que suaviza la punzante materia del dolor y atenúa el peso constante de la soledad. Didáctica de la paciencia. Armonía de los ingredientes. Conjunción intencionada de sabores, colores y texturas. Artística administración de la medida justa de esto y aquello. Ocupación reparadora para la mente agotada con tantos asuntos importantes.
Pollo a la campesina o arvejado con arroz. Chacarero al plato o en marraqueta. Spaghettis con salsa boloñesa (con el “secreto” de la Cristina). Cazuela de ave con cilantro picado. Sopa de verduras. Ensalada jardinera de verdes, rojos y amarillos. Invenciones de antaño que reviven en los minúsculos espacios de mi cocina cuando tengo visitas o cuando se me da la gana. Aunque debo admitir que cuando estoy solo, no me vienen tantas ganas…
Por cierto, la comida tiene la función primaria de nutrir y sostener el cuerpo. Pero, cumplida ésta, otorga a la vida el espacio para la comunión, para la charla, para la confidencia. Decían los antiguos: “Hay sal entre nosotros”, queriendo significar con esto que cuando dos personas habían comido juntas, sus vidas estaban ligadas de un modo indefinible pero muy real. No sé si esto siempre es así, pero qué difícil es esquivar el atractivo de una mesa bien dispuesta…

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