Entre los veinte y los sesenta y cinco años me di cuenta que cuarenta y cinco no son nada y son todo.

Transité la distancia que hay de tarde en tarde a de nunca en nunca. Es posible que valga más nunca que tarde. Con el tiempo la vida – y últimamente los medicamentos – ya me caben en una valija y la mochila.

Los libros que no voy a escribir los voy a donar a la biblioteca de Nunca Jamás. Los que he comprado los voy dejando en mis residencias de paso. Los que escribí devienen modestas muestras de museo.

Ya regalé todos mis antiguos trajes y corbatas. Tiré sin más trámite algunos aparatos inútiles. Voy adquiriendo la manía de reducir cada vez más las cosas de mi propiedad.

De todas las edades posibles quizá termine prefiriendo la que no he vivido aún: Tarifa reducida, elevadores exclusivos y servicios especiales en el Metro. Atención gratuita en los centros de salud del Estado. Cajas preferenciales en bancos, supermercados y centros de pago. Para algo que sirva la vejez.

La vida, ese monumento a la fragilidad. La loca pasión de la esperanza. La insanable inutilidad de los rencores. La persistencia de los incompetentes altamente entusiastas. La consuetudinaria presencia de la soledad y el placer de su compañía.

Los inevitables y trágicos residuos del sistema. La pesadilla de la ciudad que nunca duerme. Los desamparos y la intemperie. El sublime desparpajo con el que los hechos desmienten el discurso. Un pesimista es un optimista con experiencia, escuché el otro día en una película.

El alivio de viajar sin mucho equipaje. El gusto adquirido. Los lugares comunes, esos salvavidas contra la importunidad. Los riesgos calculados y los otros. Las cosechas tardías. Las cosas juzgadas. El amparo, a veces. Los números en azul, también a veces.

La tentadora atracción del no hacer nada. La grata condición de pasajero en tránsito. La dulzura de las pocas amistades que uno logró conservar o adquirir. Mis listas de reproducción, esa serie de notas al pie de Samba pa ti. Mi lapicera y mi cuaderno, nunca superados por aparato alguno.

Debéis disculpar: somos muchachas del campo […] fuera de funciones religiosas, triduos, novenas, trabajos del campo, trillas, vendimias, fustigaciones de siervos, incestos, incendios, ahorcamientos, invasiones de ejércitos, saqueos, violaciones, pestilencias, no hemos visto nada.” (Italo Calvino, El caballero inexistente).

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