Una hilera de pequeñas casas bajas, pegadas una a la otra, todas iguales, separadas por un pasillo central. A la entrada, una reja que pretendía impedir que entraran los extraños. Al fondo, un caño de agua potable y una pileta; a ambos lados de la pileta, los sanitarios. El agua y los sanitarios eran de uso común. No, no era un barrio privado: era el conventillo. Había muchos en mi ciudad cuando yo era chico. Posiblemente en otros países estos asentamientos humanos tengan otros nombres. Allí vivían obreros con familias numerosas, mujeres y hombres sin pareja, todos compartiendo el infortunio del subempleo y la pobreza.

El hacinamiento, producto de la estrechez de los espacios, permitía que allí todo se escuchara y todo se supiera (o se supusiera): quién engañaba a quién con quién, el señor aquel que llegaba en auto a visitar a la chica soltera y se retiraba sigilosamente a altas horas de la madrugada, el hombre borracho que amanecía en la puerta de su casa porque su señora no lo dejaba entrar, las peleas y las violencias domésticas. A la hora del uso de los sanitarios comunes o el agua los habitantes de este pequeño universo ventilaban sus versiones de los asuntos vecinales, sus sospechas, sus chismes cotidianos, sus querellas.

Hoy ya casi no existen. Pero su psicología de las relaciones humanas en comunidad persiste porque esa dinámica no es en definitiva una condición exclusiva de la pobreza y del hacinamiento; el conventillo venía a ser sólo un facilitador. La obsesión por enterarse de la vida de los otros, la ansiedad por proyectar una imagen mejorada o con cierto glamour, la angustia de no ser notado y la comezón por leer o hacer circular la última copucha, todo ello se ha trasladado al más inmenso de los conventillos que jamás se hubiera podido concebir: la red social.

En ella se da cita hoy toda especie posible de intenciones, nobles o no, todas las apariencias deseables, todas las reprimidas ansias, todas las inocentes alegrías, las broncas más intensas y las tragedias de la vida, sin las exclusiones de la clase social ni las condiciones de vivienda o la limitada frontera del espacio habitacional que tenía el conventillo.

Aunque considerando que apenas 600 millones de personas componen la red social más extensa en un mundo de 6.000 millones, todavía se la puede mirar como un mundo aparte y respirar con cierto alivio… fuera del conventillo.

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