Cuando estaba en tercero de primaria, la señorita Ruth nos enseñaba que la Prehistoria era aquel período que iba desde la aparición del hombre hasta la invención de la escritura. Sólo muchos años después me enteraría yo que esas formas de segmentar la historia fueron un invento de la modernidad, obsesionada con el orden racional de las cosas.

Nos contaba mi inolvidable maestra que en esa era oscura el hombre primitivo, temeroso del trueno, de las tormentas, de las bestias enormes y de los enemigos invisibles se fue construyendo un panteón de dioses a los cuales apaciguaba con sacrificios, sahumerios y plegarias.

A una de las conclusiones que hube de llegar en esta accidentada travesía por saber un poco más acerca de nosotros es que después de cuarenta mil años de historia hay muy poca diferencia entre la gente que vivió en el amanecer del tiempo y los días presentes. Han cambiado los aspectos externos como las tecnologías, los recursos materiales y cierto grado de conocimiento acerca de todo. Pero la naturaleza de las personas permanece fiel a su original.

A donde quiero llegar con estos preliminares es que a nuestros dioses, no importa de qué religión o filosofía trascendental se trate, los invocamos por las mismas razones que el hombre de las cavernas.

A quien quiera que le pregunte usted por qué adora a éste o a aquel dios, le dirá que es porque le da tranquilidad de espíritu, le ofrece una vida más allá de las muerte, le sana de sus enfermedades, le responde sus plegarias, la abre puertas de trabajo, le cuida de catástrofes y pestilencias, le acompaña cuando sale de viaje o va a sus labores, porque es el único dios verdadero y no hay otro, porque no hay ninguna otra explicación a la existencia sino la que le ofrece su dios.

Valdría la pena decir que no sólo los dioses de la religión otorgan estos dones. Para mucha gente que se declara ajena a toda forma de creencia sobrenatural, sus dioses son el trabajo, el dinero, el sexo, la fama, las drogas, la adrenalina de las actividades extremas. Son dioses de otra índole que consuelan, gratifican y alegran, más allá de las naturales consecuencias de abusar de su “adoración”.

Lo que iguala a todos los dioses es que la gente los busca para recibir de ellos algo, no para darles algo.

¿No le resulta familiar..?

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