En el amor no hay temor. Así dice en el Libro. El amor, que todo lo cree, todo lo sufre, todo lo espera, todo lo soporta, no deja espacio para el miedo. Sin embargo tenemos miedo: miedo de esperar, de creer, de sufrir, de soportar. Exactamente lo contrario.

Demasiado pronto les decimos a las personas que tienen miedo porque han hecho algo malo. Puede ser. Pero el origen del miedo siempre – casi siempre – es instilado en nosotros desde el vientre mismo. Aprendemos rápido que el amor tiene condiciones. Si hacemos esto o aquello, seremos amados. Si no lo hacemos, seremos desaprobados, rechazados, castigados. El miedo es construido en nosotros por imágenes tan primitivas como el viejo del costal o la del policía que se lleva a los niños desobedientes.

Sigue creciendo en la escuela, donde al matón o la matona del curso imponen su ley con la amenaza de que si decimos algo a la maestra o a los padres algo más terrible nos sucederá.

Ocurre en las relaciones más simples y adolescentes, donde los chantajes se suceden unos a otros. Ocurre en los trabajos, donde a veces conservamos el empleo haciendo pequeñas o grandes concesiones para asegurar lo que tenemos y para lograr algo más. 

Ocurre en la iglesia. Sí, en la iglesia, donde el oficio del miedo tiene implicaciones eternas; donde una condena infinita sobrevendrá a quienes osen traspasar los linderos de la tradición y de la doctrina. Ya no es una consecuencia pasajera, una restitución con límites. No. El miedo es acicateado por la imagen de un castigo fuera de toda proporción, administrados por los señores que vigilan, que examinan, que juzgan, que portan el reglamento en donde todo cabe, donde todo está, donde todo entra.

Ocurre en la vida entera.

Es casi trágico concluir que lo único que mata el miedo es el amor. La verdadera libertad vence al miedo para siempre, pero su precio es extremadamente alto. Y sólo el amor puede estar dispuesto a pagarlo o a hacerlo pagar.

Parece lejano – pero no inalcanzable – el tiempo en que la verdad nos haga verdaderamente libres. Ese debería ser el oficio fundamental de la fe y no su peor defecto.

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