Se llevan en el alma como fuego inextinguible. En un viejo desván al final del corazón, un poco más allá de la dignidad, se guardan por meses, por años, toda la vida. Diariamente nos entregan su pequeña cuota de vergüenza, de culpa y de miedo. Silencios del alma, mudez de los sentidos, severa mordaza de la memoria. Triste y cotidiana constatación de nuestra incompletitud.
Porque así vivimos algunos de nosotros. Como analfabetos del perdón, iletrados de la misericordia, eternos alumnos aplazados de la cátedra de la compasión. Ignorantes de la violenta manifestación de eso que todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. No lo conocíamos en realidad aunque lo proclamábamos como cosa aprendida. Nos quedamos en la orilla, anhelando la inmensidad de ese océano que nunca surcaríamos.
Y qué va a hacer. No nos apretó el abrazo hermanable que funde todos los pecados. No recibimos la mirada dulce y paciente del otro en nuestra desnuda realidad. No nos venció la bondad, administrada como sutura imprescindible a la hora de la violencia perpetrada en nuestra carne desesperadamente imperfecta. No hubo un trapo doliente que enjugara la sangre, el sudor y las lágrimas.
Nos dijeron una vez cuando niños que alguien allá arriba lo había hecho por nosotros. Pero no los hermanos y por eso no supimos cómo hacerlo a los hermanos.
Así que nos pusimos las máscaras de la alegría, nos vestimos con atuendos de santidad, nos ataviamos con dones y talentos y entramos en la corte para llevar a cabo la mascarada dominical. Nos contamos historias de éxito y nos dijimos “Aquí estamos todos bien”. Aprendimos a sonreír convenientemente, a decir la palabra justa, a sancionar – mesuradamente si era posible – los desvaríos ajenos, aportamos los siempre indispensables recursos financieros y ejercimos nuestros oficios institucionales con suma diligencia.
Bien adentro, la sangre se hacía costra y la costra hierro. Algo dentro de nosotros se hacía duro pedernal y por eso seguíamos respirando a la mañana siguiente. Nos hicimos fuertes en la tradición, la costumbre y en los viejos códices. Así pudimos seguir adelante. Sobrevivimos. La procesión va por dentro decíamos un poco un broma pero era desoladora verdad. Ya vendrán tiempos mejores solíamos repetirnos ensayando una mueca que aparentaba una sonrisa.
Se lo cuento a usted no más. Para que ore…

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