Releo por estos días con mucho gusto “El porvenir de mi pasado” de Mario Benedetti. Este mediodía, antes de hablar en el programa “Más Vale Tarde”, encontré ahí un pasaje que se refiere a Jules Renard quien dijo que escribir es una forma de hablar sin ser interrumpido.
Después de mi participación de hoy en ese espacio radial tuve la oportunidad de escuchar el audio en la tranquilidad de mi casa y atestiguo que Renard tenia razón. Soy una persona que necesita tiempo para ordenar la mente y las palabras. Cuando debo dialogar en el limitado espacio de un segmento radial se me escapan cosas que hubiera dicho de otro modo o que carecen de la precisión necesaria para que la comunicación sea realmente efectiva.
Cuando mencioné la influencia griega en el pensamiento cristiano de los primeros siglos pudo haber quedado la impresión de una realidad concluyente y definitiva. No es así. Es una reflexión sostenida por algunos autores. Hay otros que piensan que eso no es así y creo que tendría que haberlo hecho notar.
En otro momento quería enfatizar la actitud arrogante de ciertos personajes religiosos del tiempo de los profetas y dije “los fariseos” en circunstancias que en ese tiempo no existían aún como una sección del cuerpo religioso.
Estoy consciente de que muchas personas no repararían en esas imprecisiones, lo cual puedo agradecer, pero no esquiva el hecho que la palabra escrita sí otorga la posibilidad de la precisión. Lo que es mal entendido aporta ruido, distorsiona la correcta imagen de las cosas. Y en medio de la abrumadora cantidad de contenidos que nos rodea, el entendimiento es absolutamente necesario; de otro modo, el panorama se oscurece y las cosas se complican más allá de lo deseable.
Por cierto la vida es imprecisa. No hay perfección en ella y aún en el lenguaje escrito puede haber tropiezos. Pero me parece que no ocurren tanto como en el fragor del combate verbal. Pero por otro lado, lo escrito adquiere una presencia, una corporeidad que con el tiempo puede pasar factura. Se cuenta que Neruda por mucho tiempo no quería que la gente leyera uno de sus primeros poemarios, “El hondero entusiasta” porque sentía que no era un buen testigo de lo que más tarde vino a ser su obra. Y si de algo estoy lejos es de la perfección de esa palabra…

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