¿Hasta cuándo juzgaréis injustamente,
Y aceptaréis las personas de los impíos? Selah
Defended al débil y al huérfano;
Haced justicia al afligido y al menesteroso.
(Salmos 82:2-3)

El contexto de estas palabras es la reprensión de Dios a los dirigentes (gobernantes, jueces, negociantes y poderosos) por no cumplir con una de las demandas básicas que la gente hace a quienes manejan los hilos de la sociedad: justicia para todos.
Se explicita “para todos” porque la justicia sí funciona pero en favor de quienes pueden pagar o de los que detentan el poder. Es clave el concepto aceptar las personas de los impíos: a ellos recibe, a ellos atiende, a ellos proporciona rápidas decisiones favorables o dilata indefinidamente aquellas que los perjudiquen. Y no atiende a los otros.
Esos otros están constituidos por cuatro grupos: los débiles, los huérfanos, los afligidos y los pobres. Hay algunas personas que se encuentran simultáneamente en los cuatro grupos; otros comparten uno u otro estado de necesidad. Pero todos están en desventaja frente a la corte. Que se esperen atrás, no más. Hay cosas más importantes que atender.
Se ha analizado profusamente el hecho de que en nuestro continente la justicia funciona en sintonía con el poder político. Favorece las causas que le interesan al poder y cajonea aquellas que le molestan. Sin duda que hay jueces que operan con un mayor sentido de servicio público. Pero la mayoría protege su propia integridad para preservar sus privilegios y posibilidades.
Una justicia así, huelga decir, no es justicia. Es un simulacro a lo más. Una mentira que destruye el contrapeso más importante de la vida social. Sin una justicia eficaz no queda mucho por esperar. Excepto el crecimiento de la rapiña empresarial, la codicia de los políticos, la algarabía regocijada de ladrones, asesinos, delincuentes, traficantes y otras raleas de antisociales que se van a amparar en la laxa complacencia de los señores magistrados, preocupados de responder a las exigencias del garantismo y los modos políticamente correctos del así llamado progresismo.
No sabemos si este reclamo de Dios a magistrados y gobernantes va a ser oído en nuestra generación. Lo más probable es que no. Lo que sí sabemos es que sin justicia no hay paz. Y eso hace más legítimo el derecho a desobedecer y resistir.

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