Era el mejor de los tiempos y era el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero nada teníamos; íbamos directamente al cielo y nos extraviábamos en el camino opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, sólo es aceptable la comparación en grado superlativo.
(Historia de Dos Ciudades, Charles Dickens)

Dickens escribió Historia de Dos Ciudades en 1859; es destacable que compara esos días con una época anterior (c. 1790). Extraordinario porque uno podría decir lo mismo un siglo y medio después, sea que esté situado en Buenos Aires, Santiago o Lima (por cierto la elección de las ciudades es arbitraria). En cualquier ciudad de gran tamaño en nuestro continente uno puede encontrar, a veces claramente separados, otras en una enervante proximidad, lo mejor y lo peor.
Hace un par de años cité este mismo pasaje intentando una conclusión más optimista. Me parecía que por más sombría que fuera nuestra mirada, uno podía seguir abrigando la esperanza de mejorar algo estos días. De visita hoy por una corta temporada en una de las metrópolis de nuestra América del sur debo decir que efectivamente, la mirada fue excesivamente optimista.
La falta de respeto, la suciedad, la violencia, el atropello descarado a todo lo que alguna vez consideramos valioso en colegios, fábricas, oficinas, calles, barrios y universidades ha ganado la plaza de una manera arrolladora y aparentemente irreversible. Las normas que harían posible una cierta convivencia pacífica son pasadas a llevar en la locomoción colectiva, en las veredas, en los muros, en las esquinas.
La precariedad de la vida va arrojando su sombra sobre el mapa metropolitano. El discurso político, el contenido de los medios, la discusión callejera ha tocado hace tiempo el más bajo nivel.
Hoy, después de regresar de una gira por media ciudad, afirmo que el optimismo no es otra cosa que una ilusión ridícula, por decir lo menos. La destrucción del carácter de una nación se hace evidente en todo frente y no queda más opción que huir, sin más remedio, de la gran ciudad.

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