Demetrio y su mujer se levantan a las cuatro de la mañana. A las cinco suben a sus dos hijos a una mula. Colocan en la grupa del animal un pequeño morral con agua, pan y queso. Los envían a la escuela, distante a tres horas de su pequeño poblado.

Su madre los mira alejarse y ruega con cotidiana angustia que nada les suceda y regresen al anochecer, tres horas después de haber finalizado la escuela.

Ambos trabajan de sol a sol, de lluvia a lluvia, en su campo de trigo. De lo que cosechan, una parte es para su alimentación y otra para vender en el mercado. Su mujer fabrica la ropa con lana de ovejas de sus propias crías.

Demetrio no tiene televisor. No sabe lo que es una computadora. Recién está conociendo lo que es un celular. Tienen solo un pequeño receptor de radio.

En él escuchan que el senador Fulano de Tal habla en términos patéticos acerca de la pobreza y de sus planes para erradicarla. Se preguntan si el señor senador vendrá algún día a su poblado para cerciorarse de lo que realmente habla. Oyen canciones que hablan de amor, de guerra, de sexo, del Señor Jesús, de atardeceres románticos y canciones en una jerigonza extraña y nasal. Demetrio mira a su mujer y sonríe. No sabe por qué, pero sonríe.

Demetrio nació, vive y va a morir sin que prácticamente nadie lo sepa. Ninguna cadena de supermercados lo tiene registrado, ni le otorgará una tarjeta con su nombre y dieciséis números en relieve. Ninguna Comisión de la Cámara de Diputados sabe de sus luchas con el agua para beber, la vivienda y las enfermedades incurables de la serranía. No está en el sistema de previsión social, en la red pública de salud, en los planes del Ministerio de Desarrollo Social. Finalmente, su poblado no aparece en los planes de expansión internacional del Ministerio Cristiano de la Cosecha Final.

Nadie lo conoce, ni a su mujer, ni a sus dos pequeños hijos. Ningún agente social, político, cultural ni espiritual sabe que existe.

Se los presentamos hoy: viven en una aldea de Nunca Jamás, a la cual sólo se llega en alas de la imaginación. Alguien dijo una vez que las generaciones condenadas a cien años de soledad no tendrían una segunda oportunidad sobre la tierra.

Ninguna. A menos, por supuesto, que algunos de nosotros creamos que Nunca Jamás existe de verdad y que la imaginación no es otra cosa que el vehículo que le da vida a los sueños. Y que entonces reconoceremos a todos los Demetrios del mundo y haremos una contribución consistente para que tengan una oportunidad de ver mejores días, si no para ellos, al menos para sus hijos.

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