El profeta es un asaltante de la mente. A menudo, sus palabras comienzan a quemar donde termina la conciencia… Las cosas que horrorizaron a los profetas son, aun ahora, sucesos cotidianos.

(Santiago Kovadloff, Locos de Dios, Ed. Emecé, 2018)

El autor, cuyo libro recomiendo fervientemente, nos hace saber que los antiguos israelitas llamaban “locos de Dios” a los profetas: Meshuguei Elohim en el idioma original.

Examina el rol que cumplieron los profetas del período que va desde Samuel hasta el exilio en Babilonia y su ardiente confrontación contra los poderes políticos y religiosos que han dejado de lado no sólo la Ley sino a su Dios y han prescindido de la ética, fundamento de la gestión pública.

El fragmento que cito al comienzo me interpela en dos sentidos.

El primero, aquello de “asaltante de la mente”. Me atrae la violencia que entraña esa descripción. Porque no es otra cosa que violencia conceptual lo que necesita esta generación, acostumbrada a la pereza mental.

La jibarización del pensamiento a manos de aparatos “inteligentes”, internet, redes sociales, farándulas diversas, política de baja estofa y fútbol obliga al profeta a sacudir semejante molicie y convocar a la sobriedad y el rigor de la acción responsable.

Sus palabras queman, dice Kovadloff donde se termina la conciencia. Piensen en Greta Thunberg, Nadia Murad, Safia Minney, Muhammad Yunus, Verónica Guerin. Piensen en Alexander Solzhenitsyn, Albert Camus, Nelson Mandela, Gandhi. Ellas y ellos lucharon por despertar en la mente de la inmensa mayoría una rebelión transformadora.

El otro concepto que me provoca es que las cosas no han cambiado nada desde la antigüedad. El gobierno se descompone. La corrupción destruye la confianza pública. La codicia empresarial crea pobreza y opresión laboral. La embriaguez de poder de los dictadores genera guerras, desplazamientos masivos, miseria y muerte.

Entonces que hay que hablar. Hay que gritar. Hay que sacudir. Hay que quemar. Hay que dejarse de discursos dulzones y conciliadores. La mentira se viste de mil maneras. Cuenta con inteligentes asesores de imagen, creativos community managers y contundentes estudios de opinión. Pero la mentira es la misma.

Una frase muy potente de este libro y que me queda como consigna es que el profeta quiere a la política subordinada a la ética. Vivimos en un continente donde la política es instrumento de poder y de riqueza, sea de izquierda o de derecha. Ladrones y enfermos de poder ya no tienen banderías: son todos inmorales. El profeta debe denunciarlos.

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