El tío Tercio llegó una mañana a la puerta de casa preguntando por mi mamá mientras dirigía furtivas miradas a ambos lados de la calle. Vestía un ajado sombrero de fieltro, una manta marrón, pantalones de mezclilla y ojotas de goma de neumático. Mi mamá lo introdujo en la cocina “rancha” detrás de la casa donde sostuvieron un misterioso diálogo en voz baja.

(La cocina rancha era una réplica de las que existían en el sur, de donde provenían mis padres, que se construían de madera en torno a un poyo de ladrillos en donde había continuamente fuego y brasas. Allí hervía la ennegrecida tetera, se cocinaban las tortillas de rescoldo bajo las cenizas y en las noches de invierno la tía Ana nos contaba truculentas historias de aparecidos, descuartizamientos y pactos con el diablo).

El tío Tercio se quedó en nuestra casa; se le habilitó uno de los dormitorios y pasaba el día sentado pensativamente a la orilla del fuego. A ratos se sacaba las ojotas y con mucho cuidado se quitaba unas pequeñísimas espinas, tarea que le tomó varios días. Era una ocupación evidentemente dolorosa y rara para nosotros, niños que nos asomábamos curiosos a la vida. Mi hermano mayor nos reveló, bajo juramento del más estricto silencio, que algo había hecho el tío en el sur y había tenido que huir medio desnudo una noche entre campos de remolacha y zarzamoras.

En medio de todas estas extrañas cosas, otra mañana me tocó atender a la puerta donde otro señor, esta vez de traje oscuro y corbata, preguntaba por el tío Tercio o por mi mamá. Corrí a buscarla y con la mayor seriedad le dije: “Hay un caballero en la puerta que pregunta por el tío Tercio o por usted.” “Parece un detective”, agregué con un cierto tono de complicidad.

Cuando salió a recibirlo lo saludó con una ancha sonrisa: “¡Elizondo, qué sorpresa!” y se dieron un abrazo de viejos amigos. Acto seguido, esta vez en el comedor de la casa, hubo nuevos y misteriosos conciliábulos.

Al rato, el tío Tercio y don Elizondo se marcharon, mi madre continuó con su lavado semanal y yo me quedé para siempre con la tristeza de no haber podido dilucidar el enigma de mi única – e inconclusa – historia policial. Mamá se llevó aquel secreto a la tumba…

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