El delirio de recordar las cosas antiguas y los episodios recientes. La vida en su máxima plenitud de la mano de los años jóvenes y también de las horas más oscuras. La locura de desear detener el tiempo y estacionarse para siempre en Nunca Jamás. Encerrar el tiempo en una botella y lanzarse con ella a un océano interminable.
El delirio de poder deshacer los entuertos, de hacer todo de nuevo, tal vez ahora bien, o mejor. Desear a veces poder sostenerse en las decisiones hechas y no tener que arrepentirse. Otras, de escribir de nuevo la propia historia con un poco más de luz o de cordura.
El delirio de desear comprender qué es el tiempo. Una ilusión quizá porque somos solo nosotros los que vamos cambiando en un presente que nos envuelve totalmente con un manto invisible. O posiblemente un flujo material de horas que pasan por nuestro andén dejándonos sus heridas y sus caricias indistintamente.
El delirio de alcanzar la paz. Ese sosiego definitivo, esa armonía perenne entre la conciencia y los actos. La quietud de no estar en deuda con nada ni con nadie. El abrazo regocijado entre el ser, el saber y el hacer. La ilusión de dormir o estar en silencio sin culpas ni sobresaltos.
El delirio de querer apaciguar la pasión, el deseo, el sentimiento, la piel alterada. Hallar el agua filosofal que sacie para siempre la sed. Firmar el armisticio que ponga fin al combate fundamental y lo convierta en un crepúsculo, una melodía simple y profunda.
El delirio de preguntar y preguntarse todo el tiempo. El latigazo incesante de la duda. La pregunta del origen, del propósito, del destino. La esperanza de convertir el saber en sabiduría, la experiencia en prudencia, el conocimiento en bien.
El fin, el delirio de los lugares, de las montañas, del río, del helecho, de los aromas y los colores, de las alturas vertiginosas, de la neblina, la lluvia, el trueno, las nubes, el océano infatigable, la roca, la noche, la nieve, el viento.

………………….

El delirio incesante por la voz, por la palabra, por el susurro de Dios…

Deja un comentario