No sabíamos – no nos importaba tampoco – que los años pasaban. El presente era todo lo que teníamos. El tiempo era una cuenta corriente contra la cual girábamos cheques inmensos los viernes a la noche. La juventud era una fiesta interrumpida apenas por los cuatro días y medio de la semana. La vida era el primer capítulo de una historia sin fin. Inconscientes locos, ignorantes insanables. Novatos alquimistas, queríamos transformar el burdo metal de la rutina en oro puro, en inagotable moneda de cambio para la felicidad.

Todo era descubrimiento. También tropiezo, pero no nos importaba nada porque no teníamos los remilgos que se aprenden y se incorporan cuando cedemos nuestras voluntades al imperio de las instituciones. Salíamos al filo de la medianoche de nuestros cubiles y nos embriagábamos de música, de cuerpos, de humos y licores extraños. Nada nos remordía porque no éramos adultos responsables.

Salíamos por los caminos sin más equipaje que las ganas y escalábamos montañas, nos emborrachábamos de lagos y océanos, de helechos, neblinas y tormentas formidables. Respondíamos a preguntas que nadie nos hacía y explorábamos todas las cuestiones porque teníamos la libertad de aprender sin cortapisas. No teníamos interés en la corrección política ni en las debidas consideraciones. Dormíamos profundamente en cualquier parte, comíamos fastuosamente o pasábamos tres días con pan, tomate y sandía. A veces teníamos frío, hambre y soledad, pero nunca miedo.

Pero pasaron los días. Nos sometimos a la matemática del tiempo y a los edictos institucionales. Nos convertimos en pequeños burgueses, acomodados, acostumbrados a tres comidas calientes al día, a los trajes y a la celebración de las delicias familiares. Nos habituamos a marcar la tarjeta, a inclinarnos respetuosamente ante la autoridad y a repetir la salmodia de doctrinas, tradiciones y reglamentos. Y tuvimos miedo. Y nos apagamos, despacito, imperceptiblemente…

Un día, a causa de maremotos y cataclismos, rupturas y violencias, rezongos y berrinches monumentales, nos desprendimos de todo. Violentamos puertas y ventanas y salimos al mundo lateral. Volvimos a tener hambre, soledad y frío. Recuperamos algunas memorias – no todas porque el deterioro del ser es implacable. Pero recordamos la vieja juventud. Recordamos que era inmortal, libre, irresponsable, completa e insolentemente nuestra. Y despertamos…

Deja un comentario