Oler la lavanda, por supuesto. En esa bolsita de Antequera todavía quedan unos brotes secos que me recuerdan los días de “Cien años de soledad” y el perfume de espliego de Pietro Crespi. Reposa en la almohada y acompaña mis blues de madrugada. Evoca esos campos estallados de azul violeta de la subida de Victoria en los encendidos días del verano en el sur. Me regresa a la colonia Atkinson’s que solía usar cuando era un enamorado adolescente y no tenía aún las preocupaciones y memorias del presente.
Palpar el marfil de las teclas del piano cuando era un inconcluso y definitivo aprendiz. Deslizar mis dedos por la seda de aquella bufanda de caballero grande cuando tenía dieciséis años y vestía traje y corbata. Hundir mis manos en el trigo recién trillado en los potreros del fundo Retiro, en medio de los gritos de la peonada: “¡Yegua, yeguaaaa…!” Pasar mis manos por la rizada mata de pelo recién lavado de la Ahinoam cuando era niña y peinarlo pausadamente.
Sentir cómo se deshacían en la boca las frutillas recién tomadas en el patio de atrás de la tía Elena. Examinar en detalle el jugo de los mangos maduros en la playa de Pucusana en el litoral peruano. Reconocer el cuerpo y la textura del Malbec mendocino a la temperatura justa y a la hora exacta. Identificar los distintos ingredientes de la misteriosa receta de la salsa boloñesa. No poder comparar con nada el gusto exótico y extraño del maracuyá.
Oír siempre el sonido profundo del río, con su insistencia rumorosa y la breve pronunciación de la espuma en las orillas. Acompañar el rito de la memoria con lo mejor de Sabina. Cabalgar en los hombros de Orión con la banda sonora de “Blade Runner”. Sentir toda la vida de vuelta en la fantasía in crescendo de “Samba pa’ti”. Iluminar la noche con el “Claro de Luna” de Beethoven.
Ver sin vergüenza por onceava vez “Orgullo y Prejuicio”. Mirar hasta que sea completamente de noche los álamos y entonces ver la Cruz del Sur al final de los eucaliptus. Encontrar el instante justo en que las personas no se dan cuenta y fotografiarlas sin pose. Leer todos los libros y ver todas las películas posibles antes de morirse. Volver a mirar los helechos húmedos de la cuesta “Los Añiques” y la cascada del velo de la novia en Liquiñe…

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