“No estoy de acuerdo”, me escribió una vez una joven cuando hacía el programa Entrelíneas en Chile. “El único que puede cambiar las cosas es Dios”. Yo había hablado acerca de algún tema de los que siempre me preocupan y había apelado a la participación de los cristianos en la esfera pública. “Además,  agregó, la Biblia dice que todo va a ir de mal en peor hasta que el Señor venga y si tratamos de mejorarlas vamos a atrasar su venida”.

No debemos juzgar severamente el razonamiento de la joven auditora porque no es más que la consecuencia lógica de la enseñanza que urge a los creyentes a no participar en las cosas del mundo porque no somos de él. Ya discutimos este punto antes aquí. Me pregunto otras cosas hoy día.

Si Dios es el único que puede cambiar las cosas y tiene el poder para hacerlo, ¿porqué no las cambia? ¿Le es completamente indiferente el dolor inenarrable de miles de millones de seres humanos?

Si es necesario, como sugiere mi auditora de entonces, que haya mucha maldad en el mundo para que Él venga, ¿no le parece que ya hay suficiente cantidad y que estaría muy bueno que todo ese mal terminara por fin?

¿Es verdad eso de que si cambia el corazón de las personas la sociedad cambia? Hay países con muchos millones de personas con corazones “cambiados” y la sociedad sigue su curso descendente.

Por supuesto, estoy siguiendo aquella línea de pensamiento. Yo creo que las cosas van por otro lado.

No creo en intervenciones “mágicas” de Dios para arreglar los problemas del mundo. Me parece que sus fieles tienen la responsabilidad histórica en entender los conflictos que afectan a la sociedad y participar activamente en la mejoría de las cosas hasta donde, en plena conciencia, les sea posible. Decir que eso “atrasaría” su venida, la pura verdad, es una conclusión insostenible si no impresentable.

Pocas veces en otras esferas del quehacer social he visto tantas excusas para evitar la participación sacrificada en la realidad social. Hay organizaciones y colectivos que a gran precio personal y aún económico luchan por mejorar los días de la gente.

Esa indolencia es más cruel cuando ni siquiera proviene de convicciones teológicas sino del deseo de disfrutar de paz y seguridad económica no importa a qué precio.

Es hora de preguntarse “¿Y los creyentes?”, en lugar de “¿Y Dios?”

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