Más de alguna vez he escrito en este blog que cuando uno revisa sistemáticamente los escritos de los profetas del Antiguo Testamento constata que la mayor parte del contenido de su mensaje está dirigido al pueblo de Dios. Si bien en una gran medida Isaías, Jeremías, Daniel y más brevemente otros profetas se refirieron a los imperios y pueblos circundantes, el grueso de sus palabras se dirige a Israel.

Asimismo he afirmado también que es un error conceptual minimizar el significado y el alcance del Antiguo Testamento sobre la base de que Jesús inauguró una etapa nueva y que por lo tanto, como dicen los argentinos, lo pasado, pisado.

Esto no es así. Si uno le cree a san Pablo cuando dice que toda la escritura es inspirada por Dios y útil…, habría que preguntarse seriamente por qué tres cuartas partes de esa escritura es del Antiguo Testamento – aparte del hecho, increíble para algunos, de que las escrituras a las cuales Pablo se refería era … ¡el Antiguo Testamento! Esto nos tiene que decir algo. Permítanme expresar lo que a mí me dice.

Por una parte, que la mirada de Dios siempre está sobre su pueblo y la iglesia; por eso, muchas de las palabras de los profetas se aplican a su condición actual. Es decir que no sólo obtenemos perspectiva de las epístolas de Pablo, tan favoritas de la mayoría de los teólogos foráneos, sino también de los profetas antiguos.

Por otra, que es imperativo entender el mundo circundante desde una perspectiva bíblica como hizo buena parte de los profetas. Esta sigue siendo una grave deuda de los cristianos contemporáneos; no sólo desconocen el mundo que viven sino que no tienen ningún interés especial en entenderlo. Porque así de centrados están los creyentes en sus propios asuntos, su propio bienestar “espiritual” y la esperanza de irse lo antes posible a las mansiones celestiales cuando suene la final trompeta.

Si la gente cristiana quisiera entender qué es lo que nos pasa como pueblo de Dios y qué pasa con el mundo que nos rodea, me parece que debería ir un buen poco antes de Romanos, Corintios y Gálatas. Los viejos profetas tienen mucho que decirnos y sería hora de releerlos. O leerlos por primera vez.

Ponele.

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