Las pasiones tienen mala prensa por estos rumbos. Se ha adoctrinado a la grey a creer que la pasión es una seducción maligna, una condición del alma que es menester evitar para conservar la pureza. Pero eso es, por decir lo menos, un reduccionismo. Los maestros piensan – y así enseñan – que la intensidad de los sentidos conduce siempre a lo sexual. El error está en el siempre. Es verdad, el cuerpo tiene razones imposibles para la recta razón. Pero hay más que el cuerpo. Está el intelecto, la memoria, la percepción, la sensibilidad entre otras cosas posibles para la pasión.

Así que no es de los apetitos inconfesados – o inconfesables – de la piel que quiero discurrir hoy. Mi tema es la pasión por los libros. Entendámonos: hay gente a la que le encanta presumir que ha leído y salpica sus palabras con frases del tipo “como dijo Chaucer” sabiendo que su audiencia no tiene idea quién es el tipo; además es por todos sabido que la gente utiliza citas ilustres sacadas de Google sin haber leído jamás el libro. Sería faltar el respeto a ustedes si tal hiciera.

Tenía cinco años cuando aprendí a leer; desde entonces y sin tregua hasta estos días raros y complejos, los libros son – casi – la pasión más importante de mi vida. Debo haber tenido doce cuando viví una experiencia singular. El tío Carlos me había regalado un tomo de las obras completas de Thomas Mayne Reid, editado por Aguilar y finamente encuadernado. Alguna tarde estaba absorto en la lectura de la descripción de lo que el autor llamaba “el país de Anáhuac”, en referencia a México. De pronto todo lo que me rodeaba literalmente desapareció y me vi inmerso en el paisaje: la luz, los colores, las texturas, los aromas, el viento, el calor, todo se hizo parte de mí. Había entrado en un mundo imposible y maravilloso. No, no fue una alucinación: simplemente había aceptado el orden de la imaginación, ese otro universo de nuestra mente. El libro había sido el pasaporte hacia allá y que es donde vivo una buena parte de mi tiempo.

Así, todos los libros… Una vez quise acometer la tonta tarea de anotar todos los libros que había leído. No era necesario. Están todos dentro de mí. Esos libros raros como Las Islas, mágicos como Cien Años de Soledad, misteriosos como El Nombre de la Rosa, complicados como El Hombre Rebelde, hilarantes como Wimpi, el gusano loco

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