La tristeza es el lado consciente de la alegría. No siempre tiene un objeto, pero trabaja como un sensor que reacciona con precisión a la manifestación ingrata de la vida. Dice alguna canción por ahí que todo lo que termina, termina mal. Posiblemente no todo, pero si somos sinceros hemos de admitir que la mayoría de las veces los finales son rupturas, decepciones, frustraciones inesperadas y pocos son placenteros u oportunos.

Puede no ser necesariamente tristeza, sino una anticipación pesimista, una sensación gris que nivela el tóxico del placer. Un sentimiento que otorga pertrechos indispensables para enfrentar el fin. Con los años se va uno haciendo más hábil en percibir la levedad de lo agradable y la persistencia de lo otro. Quizá por ello se atesoran tanto los momentos de deliciosa intensidad: se sabe que son breves. La tristeza posee una profundidad que es difícil encontrar en el éxtasis y la emoción. Otorga perspectiva. Si se mira bien, lo invita a uno a ser más agradecido con la alegría, a verla más como un regalo que como un derecho.

Aparecen de tanto en tanto unos estudios que intentan determinar en qué países las personas son más felices. Los resultados casi siempre favorecen a las naciones más ricas o con menos conflictos estructurales. Si tomáramos en serio estas encuestas, tendríamos que concluir que la cantidad de tristeza o dolor sobrepasa inmensamente a la felicidad. Puede ser que estamos más cerca de esas realidades cuando estamos tristes. Tal vez tengamos mayores posibilidades de identificarnos con ellas.

Esta no es una apología de la tristeza. Es nada más la constatación de un hecho tan contundente como la luz del día. Lo que pasa es que es una reflexión inusual en este entorno que glorifica el gozo. Alguna gente se horroriza que se atribuya a la tristeza un valor existencial importante. Pero, es irónico cómo el dolor desmiente el discurso triunfante. Se muestra tal como es a la salida de los santuarios, en la intimidad de las casas, en el seno de las instituciones, en el cuerpo y en lo más profundo de la conciencia.

La pedagogía del dolor y de la tristeza culmina su magisterio cuando se reconoce su presencia y se aprende a transitarlos con la misma plenitud con que se viven las alegrías.

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