Ardía en las venas el fuego de la vida. Quemaba todas las razones. Cancelaba todos los miedos.
Provocaba atrevimientos colosales. Se mezclaba, inculto, con los vapores del licor y ocurrían desastres maravillosos.
No tenía horarios para quemar. Aún en el sueño creaba tumultos bajo las sábanas.
Más tarde encendió el combustible de la imaginación y brotaron proyectos luminosos en la mesa de dibujo y en las reuniones de trabajo.
Encendía las luces de la creación y entibiaba los rincones del viejo estudio.
El fuego se metió con las palabras y las hizo arder en la mente de las personas, en el corazón de la multitud.
Le daba vida a los rigurosos preceptos y los convertía en emblemas militantes, en banderas multicolores que flameaban en las grandes asambleas.
Alimentó los enojos y las alegrías. Consumió, a su tiempo, los rencores. Ablandó los contornos adustos de la piedra.
Fundió la sangre congelada. Quemó los portales del encierro y destruyó los muros de la opresión. Deshizo los trillos del odio y la violencia.
Puso a prueba la resistencia de los argumentos y las convicciones. Redujo a escoria la futilidad de los artificios.
Carbonizó el frágil tinglado de los edificios y las instituciones. Unió voluntades y los escasos metales preciosos disponibles. Le dio forma a nuevos instrumentos.
Declina con el tiempo la fuerza del fuego. La brisa de los años toma el lugar de las tormentosas ventiscas de la juventud.
Se mantienen las brasas al amor de las memorias y los aprendizajes. Vienen los amigos y lo alimentan con su presencia pasajera y sus palabras consideradas.
Se acurruca alguien en la tibieza de sus brazos por un momento y todo parece estar bien.
Mi amigo se acerca y pone unos leños en la salamandra. Ha visto que escribo unas pocas palabras, me quedo inmóvil, busco otra idea y vuelvo a escribir cuatro palabras.
Me dice: “No lo pienses tanto, Benjamín. Échale pa’lante no más”; entonces, regresa a su trabajo.
El fuego se aviva en la estufa. Dentro de mí también, un poco…
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