Por qué escribo es una pregunta que me ocupo de responder cada tanto, aunque no me la pregunten. No tengo la menor idea si a alguien de la audiencia le interese esta cuestión y le parezca apropiado aclararla de vez en cuando.
¿Cuántos millones de palabras he escrito desde hace más de sesenta años? No lo sé. Es una pasión interminable. Tengo que admitir, ¿con cierta tristeza, tal vez?, que me he ocupado de escribir más que nada informes, artículos de pensamiento, material técnico para comunicadores.
Quisiera haber escrito más poemas, más prosa sensible al alma humana. Porque hay modos de decir las cosas que descubren lo que no está a la vista. El poema se escabulle en la trastienda de los acontecimientos comunes y rescata luces, colores, formas que enriquecen la vida de quien lee.
Sigo ahondando en el interior de las cosas, buscando espacios de claridad, encuentros inesperados, hallazgos fortuitos. Todo eso, a distancia sideral de los verdaderos escritores y de los auténticos poetas. Lejos de la palabra con la que ellos construyen para nosotros universos mágicos, moradas perennes para habitar cuando arrecia la razón, habitáculos a los que uno acude en busca de refugio y paz. No me lean mal: no es falsa modestia. Es constatación, nada más.
El genio es una cosa extraña. A veces uno quiere creer que fluye, sin ensayos, como a Mozart que no hacía borradores de su música. Pero otras veces uno lo piensa como el fruto de un trabajo disciplinado y constante. Hay quienes escriben sistemáticamente todas las madrugadas o después de la cena. A mí me consume lo cotidiano y mi escritura queda, las más de las veces, al arbitrio de la urgencia.
Porque no puedo, no quiero y no me sale hablarlo todo el tiempo en persona, en el café o en una esquina. Porque en el aire a veces la voz se enreda en la anécdota, en la superficie o en un subterfugio de la memoria. Se diluye, distraída en estímulos inevitables pero imprescindibles.
El papel en cambio, espera prudente la visitación de la palabra. No apura, no distrae, no replica. Se deja hacer con una lealtad difícil de encontrar en los semejantes. El papel, el querido papel: silencioso, en blanco, disponible, con un candor parecido a las almas infantiles.
Escribo porque tengo hambre y sed de libertad, de paz, de verdad y de justicia. Escribo porque tengo todavía algunos anhelos de amor – anhelos envejecidos, reconozcámoslo. Deseos de esperanza, de luz, de igualdad y de independencia.
Por qué escribo capaz que no les interesa en absoluto y lo entiendo. Pero yo tengo que decir, de vez en cuando, por qué escribo.
El siguiente crédito, por obligación, se requiere para su uso por otras fuentes: Artículo producido para radio cristiana CVCLAVOZ.
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