Las grandes ideas fluyen con pasión frente a la silenciosa audiencia. La intensidad, como siempre, corresponde a la urgencia del tiempo, a la inminencia de los acontecimientos. Todo está ocurriendo demasiado rápido y se reduce el espacio del pensamiento previo a la acción. Así es siempre. Luego vienen el asombro, las preguntas, las palabras que, imprecisas, dan cuenta del tremendo impacto que han producido en sus cabezas. Por supuesto, también hay que tomarse fotos que circularán por unos días en las llamadas “redes sociales” y que son el único contacto que tengo con esa monstruosidad del siglo presente.
Entonces viene el regreso. Volver a empacar y dejar esa habitación que por cuatro o cinco días fue casa y refugio. Me encariño siempre con esos espacios. A veces digo que si tuviera mucho dinero me gustaría vivir en un hotel. Lo perfecto de esos lugares es que parece que todo el mundo se conoce y se saluda pero uno está perfectamente a salvo de las obligaciones sociales. Me hace acordar de Descartes, que confesaba que solía hablar con el jardinero o la portera de una manera cordial y cariñosa pero de temas absolutamente sin importancia para él, manteniendo así incólume su verdadera intimidad.
De nuevo el camino, las esperas en aeropuertos y terminales. La necesaria pero imprescindible soledad, con sus notas de dulce y de ceniza. La consuetudinaria y prosaica realidad. El reencuentro con las sombras. La mirada un poco turbia. El peso insoportable de la conciencia. La enorme brecha entre el decir y el ser. El golpe artero y secreto de la memoria que reporta disciplinadamente los fracasos, los malentendidos y las miserias de las relaciones rotas después del infinito y las estrellas.
Ese continuo malestar porque no cierran las respuestas dadas, las explicaciones, los sólidos argumentos, las imprecaciones recibidas. Esa alteración que confunde los pensamientos y agita, a veces en mala hora, los sentimientos. Esa sensación indefinible de hastío, de enorme sin sentido. Suele, por algunos días, quedarme la impresión de la inutilidad de la palabra hablada, de una inconmensurable pérdida de tiempo porque la inmensa mayoría no tiene tiempo para abstracciones, pensamiento crítico o miradas analíticas.
Cierro mi maleta, doy una última mirada por si olvidé alguna cosa, entrego la llave y me pierdo en la inmensidad de una ciudad desconocida camino al aeropuerto.
Misión cumplida hasta otro imprescindible e idéntico encuentro…

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