El dolor como representación de la realidad es propuesto aquí como un mínimo e imprudente ensayo de filosofía urbana. Vamos, un poco de filosofía no le hace mal a nadie.
Consideramos que este es uno de los peores años de los que tengamos memoria en materia de dolor. Pero eso es porque nos enfocamos exclusivamente en la pandemia, que ha causado la más que modesta suma de un millón trescientos mil muertos. Pensemos en los muertos por afecciones cardíacas, diabetes, suicidios, accidentes, asesinatos y violencias territoriales: cincuenta y un millones desde el 1 de enero de 2020 hasta hoy.
Todo eso, sin siquiera mencionar a la gente que vive el sufrimiento de una enfermedad que mata lentamente. O las personas que viven bajo regímenes dictatoriales sin libertad y con pobreza certificada. Piensen en las madres que trabajan 14 horas diarias en usinas de confección de ropa en Vietnam, Bangladesh o la India en condiciones de esclavitud laboral.
Las mujeres violadas, golpeadas, discriminadas que viven diariamente tal tragedia. Los desplazados por las guerras, los muertos por todos los demás virus y bacterias que nos acompañan desde siempre. Esto y mucho más para entender el dolor como representación de la realidad.
Escapar del sufrimiento y la miseria es tal vez la fuerza más distintiva de la raza humana. El instinto de conservación y el terror de la muerte nos empujan diariamente a buscar amparo en los diversos tipos de medicina existentes. Acudimos a las plegarias al Dios cristiano o a los dioses en los que crea la gente. O si no, reclamamos al estado que instrumente los medios para mitigar nuestras angustias físicas.
Estas acciones humanas son la demostración palmaria de que no aceptamos el dolor como realidad. Por alguna misteriosa razón, lo seguimos considerando extraño, ajeno a la vida. “No deberíamos sufrir”, pensamos. Y eso nos pone continuamente en ruta de colisión con la realidad. Porque la realidad es dolor. Desde la más remota antigüedad la gente ha debido enfrentar cataclismos, guerras, inundaciones, pestes, hambruna, opresión y muerte.
La alegría no es más que un pequeño espacio que suele manifestarse entre dolor y dolor. Y nos aferramos a ella como si fuera lo merecido y lo permanente. Y no lo es. Así de simple. Un primer paso hacia la cordura y la paz es entender el dolor como representación de la realidad. Al menos, como representación mayor de la realidad.
He aquí por qué: El fatalismo es aceptar el dolor y no hacer nada. Es quedarse en el lamento y la autocompasión. No es eso lo que expongo aquí. Lo que digo es que, aceptando el dolor como realidad, vivamos diariamente combatiéndolo, entendiendo que siempre existirá.
Tampoco es falta de fe. Porque la fe no es creer en algo que no existe; es creer en algo que no se ve. Y lo que no se ve a simple vista es el gozo, la paz, la libertad. Y sin embargo existen y vamos —como dicen los españoles— “a por ello” cada instante de la vida.
He llegado a pensar, mirando a mi propia experiencia de 67 años, que el encuentro con la plenitud de la vida es la aceptación del sufrimiento como parte del ser, sin lamentaciones. Dejar de una vez por todas de atribuirlo a pruebas, ataques de algún enemigo o castigos por algún pecado oculto.
Mirarlo cara a cara y entender sobriamente, junto con los instantes bendecidos de la vida, al dolor como representación de la realidad.
El siguiente crédito, por obligación, se requiere para su uso por otras fuentes: Artículo producido para radio cristiana CVCLAVOZ.
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