“¡Desventurada condición de los hombres! Apenas el espíritu ha llegado al punto de la madurez, el cuerpo comienza a debilitarse.”
(Barón de Montesquieu)

No siempre es así, sin embargo. A veces el espíritu no llega a la madurez pese a los años. Y esa sí es una condición desventurada: hay quienes creen que la simple suma de los días otorga sabiduría y se jactan de su experiencia cuando, a todas luces, lo que ha pasado es que el tiempo no ha hecho más que profundizar su necedad.
El pensamiento que he citado en el epígrafe se refiere a quienes han crecido interiormente y han adquirido un sentido más completo de la existencia y ahí se topan con esta realidad: mientras el exterior se desgasta inevitablemente, la persona interior se renueva de día en día.
Este conflicto es en muchas maneras frustrante. Recuerdo de mi juventud haber pasado varias noches sin dormir para completar un proyecto o preparar y conducir un evento de proporciones. Bastaban unas pocas horas de descanso para proseguir la tarea. En estos tiempos el cansancio aparece más temprano que lo deseado y cuesta más culminar los emprendimientos del trabajo y de la vida. No pocas veces uno piensa cómo sería poder tener el cuerpo de los veinte o treinta años pero con la cabeza de hoy. Olvidamos que en la juventud uno jamás se plantearía esta cuestión: el presente es todo suficiente cuando no se ve el horizonte…
Es como cuando uno mira a unos señores cercanos a la década de los setenta conduciendo unos autos maravillosos por el centro de la ciudad: ¡qué lindo hubiera sido manejar uno de ésos en la juventud, sin importar lo inexperta e indocumentada que fuera!

En otros tiempos a mí también me estremecía la vejez, no quería ni mirarla. Me horrorizaban las enfermedades y ese lento proceso, entonces para mí aterrador, por el cual el cuerpo que nos acompañó vigoroso empieza a fallar… Como si se estropeara la armonía entre el alma y el cuerpo.
(Ernesto Sábato, La resistencia)

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