Las penas son de nosotros; las vaquitas son ajenas

(El arriero va, Atahualpa Yupanqui)

De adentro vienen las pulsiones fundamentales, los pensamientos heredados, las reflexiones originales.

Las pasiones martirizaban gloriosamente la piel. La encendían de latidos, sudores, prisas. No había tiempo para requiebros y dilaciones: todo era ahora, ya. Eran una candorosa y maravillada tropelía.

Los colores se fueron yendo, haciéndose más difusos y algunas manchas fueron anunciando su muda pero visible crónica del tiempo.

Hay tantas maneras de documentar la vejez…

La herencia de los pensamientos. La pesada herencia – nada que ver con esas otras que fogonean el ardor de las querellas. La batalla de la mente con los hallazgos de las lecturas, mis clases de teología apofática, las antiguas grietas de la mente ilustrada, la mirada crítica a los clásicos y los diálogos imaginarios con los epónimos que reinaron en mi cabeza y en mi agenda personal por tantos años.

Las reflexiones originales son un bien escaso, no por falta de imaginación sino por una excesiva exposición a los libros, revistas, periódicos y películas no comerciales. Siempre tiene uno la impresión que aquella idea que nos sorprende desde un algún remoto punto interior de la conciencia no es otra cosa que un déjà vu, una redefinición, una recreación, la crónica de un encuentro anterior.

Ningún hombre puede cruzar el mismo río dos veces, porque ni el hombre ni el agua serán los mismos (Heráclito)

Pobre Heráclito. Hoy habría sido condenado por el establishment dictatorial de la ideología de género; tendría que haber dicho seres humanes o gente. A propósito, me hace gracia que la palabra género sea de género… masculino. No debe estar lejos la propuesta de cambiarla a génere 🙂

Estas palabras de Heráclito hallan un correlato en un fragmento de Neruda:

Tal vez llegará un día en que un hombre y una mujer, iguales a nosotros, tocarán este amor, y aún tendrá fuerza para quemar las manos que lo toquen. Quiénes fuimos? Qué importa?

En todo, nosotros los de antes ya no somos los mismos. Conservamos la misma piel, el mismo esqueleto, la misma complexión – envejecida. Pero adentro, como el barco de Teseo, somos otros a fuerza de tantas claudicaciones, tantas tomas de conciencia, tantos arrepentimientos, tantas penas, tantas broncas, tan pocas alegrías…

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