Sube un grupo de chicas y chicos al colectivo que desciende de los sectores más poblados de la ciudad. No pagan el pasaje, se sientan en las últimas butacas y beben cervezas. Ríen, hablan en voz alta y no tienen miramiento alguno en recorrer todas las posibilidades del lenguaje alternativo. Cuando terminan de beber lanzan las botellas por la ventana y celebran cómo revientan contra el pavimento a los pies de los desprevenidos transeúntes. Se divierten pero uno debe estar consciente que el menor incidente – una mirada sostenida más de un segundo, algún gesto de desaprobación, algún tímido reclamo de los otros pasajeros – puede desencadenar una violencia explosiva. Se bajan siempre hablando y riendo ruidosamente y queda un silencio extraño en el colectivo, algo así como un alivio de que la situación no haya pasado a mayores.
Intento hacer una lectura más allá del tópico superficial “la juventud de hoy” y “cómo han cambiado los tiempos”. La ciudad es, más allá de nuestros entornos seguros y familiares, un mundo complejo. Hierve, supura, estalla, grita, baila, canta, protesta, se rompe y se agita sin tregua. No es posible comprenderla desde un sillón del parlamento o un púlpito. Apenas podrán desde ahí el político y el religioso aludir a urgente programas sociales o a inminentes juicios purificadores. Eso otro escapa sin remedio del pragmatismo del gobierno y de la inteligencia de la iglesia.
Militantes y ajenas a las categorías formales de la estructura social surgen nuevas formas de ser, de comunicarse, de confrontar. Los viejos paradigmas de orden y progreso caen bajo el peso de inequidad, la flagrante injusticia, la exclusión y la moral de utilería. Crece el poder de colectivos informales. La gente se organiza de otros modos y busca otras instancias de insurrección. Está agotada la credibilidad pública y los medios de comunicación no tienen otro recurso que la farándula y la estridencia para sostener a una audiencia que emigra masivamente hacia otras fuentes de información y entretenimiento.
Reflexionar sobre la realidad desde un cómodo escritorio aporta bien poco; pero ponerse a la escucha es un comienzo: “¿Y cómo escapar de esas fronteras con las que academia arma el muro que intelectualmente la distancia del país si no es poniéndose a la escucha de lo que en este país suena, habla, grita, insulta, blasfema, al mismo tiempo que inaugura, inventa, oxigena, libera, emancipa, crea?” (Jesús Martín Barbero, en el artículo “Colombia. Una agenda de país en comunicación”).

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