Hay tiempos en que una pequeña persona puede cambiar el destino de la historia.

Con estas palabras la vidente Galadriel de “El Señor de los Anillos” trata de animar al joven Frodo, abrumado por la enormidad de la misión que se le ha encomendado y a punto de rendirse. A mí, que compongo el nutrido mundo de eternos perdedores, estas palabras me emocionan por más que después me quede ese sabor de ceniza y tristeza porque sé que nunca haré semejantes proezas.

Imagino universos paralelos y grandes reformas pero no logro nada. Vivo en una esquina mínima de la historia. De cuando en vez, una pequeña victoria, un solitario elogio me endulza el mundo, pero permanezco fuera de la escena; reconozco el mérito de los auténticos ganadores y los comparo con mi cobardía.

Este no es un elogio a la ningunidad. Nada más constato un hecho. Me emociona David venciendo a Goliat, a Erin Brockovich consiguiendo una multa millonaria contra la multinacional que contamina las aguas subterráneas, a Darby Shaw revelando el asesinato de dos jueces de la Suprema Corte por orden de unos magnates del petróleo y grandes donantes a campañas políticas.

Sí, algunas veces pequeñas personas han cambiado dramáticamente – para bien o para mal – el curso de los acontecimientos. Dicen que eran 17 los concertados que dieron inicio a la revolución bolchevique de 1917. Un oscuro fraile agustino en el siglo 16 promovió una reforma que dividió las aguas del cristianismo.

Acciones así son escasas en la vida. Requieren no sólo de valor. Además hay que ser un poco – o muy – loco; o ser ingenuo pero persistente como Frodo Baggins. O tener una ambición poco común. Puede ser motorizada por el propósito de servir a los demás, nobleza de carácter o generosidad; o por el deseo inmenso de amasar fortuna o someter a un país o a una región del mundo. O sólo para hacerse un nombre.

Tenemos miedo de perderlo todo. De hacer el ridículo. De no lograr absolutamente nada. Me ocurre que después de mirar una película o documental que replica el modelo David vs. Goliat se agita dentro de mí la grandeza. Pero entonces apago el televisor, me lavo los dientes y me acuesto a leer.

Hoy más que nunca parece inútil querer cambiar las cosas. Las cosas tienen mucha plata, mucho poder, mucha historia…

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