La nostalgia no es, a fin de cuentas, un asunto exclusivo del pasado. Solía tener la impresión que los recuerdos inolvidables estaban confinados a la infancia o a los años de la vida plena. Me entristecía pensar que no habría nada que añorar en estos últimos tiempos. Pero me equivocaba. El encanto de la vida nos acompaña siempre. Es sólo que no somos conscientes de ello todas las veces. Estamos demasiado ocupados en otras cosas.
Descubrí la lavanda cuando tenía dieciséis años. Había un perfume llamado “Atkinson’s” que resumía para mí todo el poder de la melancolía. Su esencia ponía una distancia salvífica entre mí y la realidad que – ya tan temprano – sabía atormentarme. Pero fue hace sólo unos pocos años que pude ver, tocar y experimentar la planta de lavanda. La plenitud de esa revelación me vino en un café rural que tenía a la venta además artículos artesanales, cuadros, mermeladas y plantas. Ya había abandonado todas las seguridades a las que uno se aferra para no perder la cordura. Como yo ya la había perdido, ese encuentro con las minúsculas hojas color lila renovó el sentido de distancia que me es tan necesario a veces.
Una vez en Temuco conocí las buganvillas. Yo no sabía que se llamaban así. Iba a algún asunto ministerial por ahí de traje y corbata y me tuve que detener. Era imposible continuar: instantes como esos son únicos y hay que rendirles la pleitesía correspondiente. Tenia conmigo, por mi trabajo, una cámara fotográfica y por muchos guardé esa imagen entre mis papeles. Después del gran terremoto de mi vida se perdieron en la rencilla de las pertenencias sensibles. De pronto las empecé a ver en todas partes: en Chile, en Argentina, en Paraguay, en Hungría, en Israel y otros sitios que no creo que ya pueda recordar. Ayer vi una en una casa vecina en el barrio de la Paula.
Alguien de la audiencia podría, no sin razón, preguntarse por qué este desvarío con plantas y no con personas. Por varias razones. Primero, porque esas memorias son sólo asunto mío y no de una tribuna pública. En segundo lugar, porque las personas cambian; las buganvillas y las lavandas son siempre las mismas. En tercer lugar, porque las memorias recientes son de dulce y de agraz y hoy en particular no me sale nada digno de registrar en las exactas cuatrocientas palabras del caso…

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