De vez en cuando la vida nos besa en la boca y a colores se despliega como un atlas, nos pasea por las calles en volandas, y nos sentimos en buenas manos; se hace de nuestra medida, toma nuestro paso y saca un conejo de la vieja chistera y uno es feliz como un niño cuando sale de la escuela. Así comienza “De vez en cuando la vida,” de Joan Manuel Serrat. Si uno lo mira bien, el verso describe algo que no ocurre muy a menudo y por eso se lo canta con tanto sentimiento y belleza como en esta canción. Y debe ser por lo mismo que esa última imagen –“…feliz como un niño cuando sale de la escuela” – es tan fuerte.

Es difícil encontrar algún momento de la infancia que refleje la emoción producida por el sonido de esa campana que anunciaba el fin de la jornada de clases. Ese instante mágico, ese anuncio singular era la coda del eterno poema de la libertad. Todavía inocentes de todos los trucos y mañas que la vida tiene para irnos atando a modos, doctrinas, costumbres, sistemas y exigencias, salíamos a la calle con una inextinguible sed de movimiento, ansiosos por liberar los sueños, hambrientos de juegos y risas. Nuestra existencia era un inmenso cuaderno de hojas blancas, listo para recibir la crónica de nuestras aventuras y la historia gris de nuestras angustias.

Hoy no suena la campana. Los relojes control, las tarjetas o las pantallas sensibles al tacto van marcando nuestro destino de modernos galeotes.  Devenimos disciplinados funcionarios de la maquinaria social nosotros, que ayer no teníamos más preocupación que inventar mundos paralelos donde éramos protagonistas, actores principales de toda posible fantasía. Ni siquiera el happy hour de los viernes, con toda su auténtica embriaguez, logra provocarnos aquella alegría que sentíamos al salir de la escuela.

Ni siquiera la llegada de las vacaciones de verano tenía para mí la magia del fin de la jornada. Porque el verano nos alejaría de algunos de nuestros amigos o amigas para siempre. En cambio la salida de clases tenía el encanto de una libertad compartida con los otros, que eran nuestros compañeros de todos los días en el cuento de la vida, compatriotas de un territorio infinito, autores materiales de la acción y la emoción.

Hoy, ni la campana nos salva…

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