Un hombre le dijo al universo: “¡Señor, yo existo!”

“Sin  embargo,” respondió el universo, “el hecho no ha creado en mí un sentido de obligación.”

(Stephen Crane, Un hombre le dijo al universo)

Conocí este poema hace muchos años mientras estudiaba en una universidad extranjera. La interpretación oficial en ese curso era que marcaba un agudo contraste con un universo lleno de Dios que le da sentido a la existencia humana

Sin embargo, hay otras posibles lecturas. Una de ellas pone de relieve la angustia de una persona que, ignorada y menospreciada por la sociedad, alza su voz para hacerle ver que existe. Pero la respuesta es desalentadora: la sociedad no siente ninguna obligación hacia su existencia.

Manuel Castells, sociólogo español, dijo hace unos días que el sentimiento subyacente en las protestas y conflictos explosivos que recorren el mundo es el reclamo por la dignidad.

La actitud de la sociedad – en este caso el poder político, el poder económico, la cultura, los medios de comunicación – ha sido ignorar la existencia de la gente común. Pero no sólo eso: tampoco siente hacia ella obligación alguna.

Podríamos llenar páginas con ejemplos de cómo la dignidad humana ha sido sistemáticamente avasallada por la explotación económica, los vicios de las democracias corrompidas, la destrucción del ecosistema, la locura y el hacinamiento en amplios sectores pobres de las ciudades, la violencia, el crimen.

Más profundo, sin embargo, es el efecto que todo esto produce en los sentimientos humanos: el desprecio o la indiferencia de los que poseen el poder y el dinero de este mundo.

Es como el poema: la enorme cantidad de personas que viven en condiciones tan precarias no ha creado ningún sentido de obligación por parte de las personas que podrían cambiar el rumbo de las cosas.

Escuché la historia personal de una amiga que viajaba dos horas diarias para ir a atender la casa de cierto señor empresario internacional. El caballero gana mensualmente unas 50 veces más que lo que le pagaba a ella por mantenerle la casa. Su comentario final, lo recuerdo bien, fue: “Estoy tan cansada, Benjamín”.

A mí me pareció que no estaba tan cansada de trabajar. Lo estaba de constatar diariamente la inmensa diferencia entre su vida y la de su patrón.

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