Decir que Dios desea mi felicidad será criticado y cuestionado por personas infectadas por un virus que viene desde la profundidad del reino del mal.  Seres humanos contaminados que defenderán por enseñanza ajena, su dolor y su desdicha permanente.  Unos cuantos dirán que estoy equivocado; que es la voluntad divina el pesar y el sufrimiento permanente que viven cada día.  Incluso se atreverán a decir que su dolor y angustia exalta el nombre glorioso del Creador.

A quién pueda pensar de esta manera, contradice el propósito original de la creación.  A esta declaración anterior argumentarán que es justo el dolor y que lo merecemos por la caída de nuestros primeros padres.  Haciendo consulta a las Sagradas Escrituras, descubro un desenlace diametralmente opuesto al pensamiento general de una gran población que se ha convencido que Dios se glorifica con nuestro pesimismo vivencial.

Oh, ahora el Rafa se puso espiritual, dirán otros.  La realidad es que para aquellos que su dios es la amargura, el resentimiento, la desesperanza, el rencor, y el desanimo, se resistirán a entenderlo. Estar convencido que Dios quiere mi felicidad se sustenta con la verdad bíblica.  El pasado editorial “Comenzaré por el principio” hace juicio justo al contenido de hoy.  Resulta que efectivamente debo empezar por entender que la dimensión de la felicidad no es sinónimo de mis circunstancias, emociones o sentimientos.

La filosofía describe el termino felicidad como: La felicidad (del latín felicitas, fértil, fecundo) es un estado emocional que se preoduce en la persona cuando cree haber alcanzado una meta deseada.  Tal estado propicia paz interior, un enfoque del medio positivo, al mimso tiempo que estimula a conquistar nuevas metas. (Fuente Wikipedia) 

Pretender limitar y restringir la ilimitada experiencia de la felicidad internamente y externamente a elementos terrestres y efímeros, es  negar la grandeza de la esencia de Dios.  El afecto de alguien, la estimada o respeto de otros, la académica o profesional, un nivel social-económico, o el poder de adquisición para bienes materiales jamás debo interpretarlo como felicidad.  No lo son, aunque merecen valor porque componen parte de mi desarrollo como individuo.

Mis desafortunados tropiezos por fatídicas decisiones me han llevado a concluir que la felicidad es el resultado de mi devoción y estrecha relación con la presencia divina. Es aceptar intencionalmente que soy un ser espiritual dentro de una naturaleza terrenal que es impactada y responde certeramente por la atención a los principios, estrategias y consejos del Reino de Dios.  Jesús dijo: “Es hora de atender y acercarse a Dios; de buscar primeramente su justicia y aplicar lo que es justo en su gobierno; todo lo que necesiten lo obtendrán” (paráfrasis de Mt 6:33).

Puntualizo que la felicidad no dependerá de lo que me suceda, pueda tener o pueda lograr.  Es mi decisión de vivir plenamente sabiendo lo que dice la Palabra de Dios respecto a mi persona y a su deseo de que tengamos comunión perpetuamente.  Esa conexión con El me mantendrá vivo, aunque moriré; me alegrará aunque lloraré; me inspirará aunque dudaré; me animará aunque enfermaré y me levantará aunque pueda caer.  Muy bien lo dijo el escritor brasileño Paulo Coello: “La felicidad a veces es una bendición, pero generalmente, es una conquista”. 

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¡Lo mejor de la vida para ti y los tuyos!

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