Las primeras cosas que escribí y que recuerdo tenían que ver con la luz, el paisaje, el olor de las cosas, el viaje, el llamado “sentimiento trágico de la vida”. Cuando tenía doce años, escribí una conmovedora carta de amor – tenía doce años…
Con el tiempo hubo que aprender a escribir sobre la independencia de Chile, la fotosíntesis y responder preguntas sobre el sujeto y el predicado y el cuadrado del binomio. Luego, los trabajos de investigación de la universidad, la tesis de título, la misión de la iglesia, las claves para el matrimonio exitoso y los medios cristianos de comunicación. En mi lenguaje privado, llamo a esto escritura técnica. Palabras con sentido practico, verbosidad utilitaria: “si hacen esto tendrán mejores resultados”, “esto parece más recomendable que aquello.”
Como no es mucha gente que lee este blog me permito un off the record: no tengo inclinación afectiva por esta palabra técnica. Me obliga, en realidad. Me han hecho ver de diversas maneras y en muchas ocasiones que es una palabra necesaria y hay que seguirla diciendo. Aparte, tiene la facultad de proveer los recursos para solventar los gastos de la vida. Ustedes lo saben tan bien como yo: hay que pagar para vivir.
La otra voz, esa que recoge la angustia, los diversos tonos de la soledad, la contemplación de la luz entre las nubes, el risco manchado de sol, el viaje infinito, los olores de lugares lejanos, la decepción de la raza, el amparo pasajero de un abrazo estremecido, el irse constantemente, el regreso, los zaguanes antiguos, el café interminable, el diario del domingo, el libro de la infancia, la música, las ganas de no tener más ganas, el reclamo de los huesos, el insomnio, la tristeza, la insoportable brutalidad de la muerte (la muerte ridícula más bien), la distancia elegida, la bronca inconfesable, esa voz, esa otra voz sigue pronunciando su nota vital. No muere y sigue allí en paradójico contrapunto con la técnica indispensable…

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